Una Ciudad

La Habana

MIGUEL BARNET

¿Qué es La Habana sino la figura inmóvil de la Giraldilla hacia el más remoto de los puntos cardinales?

La Habana es una ciudad misteriosa, con rincones que nadie ha visto. Alejo Carpentier la definió como la Ciudad de las Columnas. No dejó de tener razón. Columnas protectoras del sol y de las lluvias, imitadoras de las gallegas, un poco más pequeñas, las de Santiago de Compostela.

Columnas detrás de las cuales aparecen los orichas de la Santería haciendo guiños al paseante. Columnas dóricas, jónicas, corintias, salomónicas, cubanas, de un eclecticismo único en el continente. Columnas con las caderas anchas como las palmas barrigonas de los cuadros primitivos, con olor a musgo de las mujeres que las atraviesan sigilosas. Que se esconden detrás de ellas. Porque en La Habana casi todo parece estar a la vista, expuesto como en una carnicería o un balneario, pero no es así, hay mucho de oculto, mucho escondido, mucho que anda subterráneo y esquivo en sus calles. Los portales son frescos y abiertos al mediodía. La Habana está cuajada de portales y grandes alamedas que desembocan en el mar. Un mar de aros violeta sobre un fondo gris laminado.

La Habana es también una gran ballena que va a morir al mar. En los años 50 La Habana exhibía un maquillaje pink. El maquillaje se ha descorrido y ahora la ciudad es de tonos claros, pastel, una pátina que el tiempo ha logrado darle y que juega con la porosidad de las paredes y el muro del Malecón.

Aunque algunos la quieran hacer desaparecer, aunque sus casas apuntaladas den la impresión de abandono y desidia, ella está ahí, en pie sobre sí misma, atrincherada en una historia que le sirve de bastión.

Las parejas mastican mazorcas de maíz y maní tostado en el muro del Malecón, frente a las olas enemigas. El muro donde se sentó Edith Piaf con el trofeo de un adolescente oliváceo, el muro donde Max Frisch divisó la hondura de sus gentes, la magia de la ciudad que se abría ante sus ojos como una fruta madura y peligrosa.

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Pero La habana no se concentra en su histórico casco colonial. Quizá el más bello de América, el más codiciado, con sus fortalezas y sus palacetes herrerianos. Ella es sus barrios, sus afueras y sus adentros, sus intramuros y sus extramuros. Es, además, sus casas de mampostería y tejas catalanas, sus patios acriollados engalanados con cerámicas de Sevilla, sus cordones marginales donde el güiro cimarrón y el tambor bimembranófono —el rey de los tambores, el batá— tienen su reino.

La Habana es sus iglesias barrocas de naves altas queriendo tocar el cielo, sus iglesias católicas y sus templos sincréticos diseminados en toda su extensión.

La Habana es el punte mitológico entre lo real y lo irreal. Está presidida por sus encrucijadas. Es el corazón del Caribe. Un Caribe que integra todas las razas. Blancos, chinos, negros, mulatos¼

Si en algún lugar el sístole y diástole del Caribe palpita con más fuerza, es en esta ciudad que Humboldt describió como "un lugar celebrado por los viajeros de todas las naciones", "un puerto que es uno de los más rientes y de los más pintorescos que puedan gozarse en el litoral de la América equinoccial". "Si me pierdo, que me busquen en Cuba o en Granada", escribió Federico García Lorca desde La Habana.

 

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