En cualquier librería de la red nacional cubana, el lector
desprevenido puede encontrar no pocos volúmenes de poesía
amarillentos que claman desesperados por el favor de algún
consumidor. ¿Acaso este género, que tradicionalmente ha contado en
nuestro país con un público interesado, ha corrido la misma suerte
que corre en la actualidad en los mercados internacionales?
Sin asumir como un dogma el clásico verso de Jorge Manrique que
"a nuestro parecer cualquier tiempo pasado fue mejor", recuerdo que,
en la década del 80, cuando empecé a publicar, una tirada de
cualquier joven poeta podía alcanzar el número de cinco mil
ejemplares. Y, sin embargo, al cabo de un breve tiempo, si el autor
era bueno, y a veces sin serlo tanto, el poemario ya estaba agotado.
Era la época en que la poeta y crítica Basilia Papastamatíu
mantenía en la prensa diaria una columna semanal. Allí promovió a
casi todos los autores valiosos de la época, sin exaltaciones
complacientes ni preferencias personales. Mientras, en el país
existían espacios donde trova y poesía se aunaban en armoniosa
colaboración que, al tiempo que retroalimentaba a los autores de
ambas manifestaciones, satisfacían las exigencias de un público
mayoritariamente joven al que tampoco era ajena la obra lírica de
los más descollantes autores del Continente, conocidos gracias a las
selectas ediciones de Casa de las Américas.
Después de la crisis editorial de los noventa, escribir poesía en
Cuba se convirtió en una actividad masiva. Las numerosas editoriales
creadas recibieron, en ocasiones sin demasiados escrúpulos
estéticos, los cuadernos de cientos de hacedores de versos. Pero en
los medios de comunicación no se desarrolló, paralelamente, la
necesaria labor educativa y discriminadora que orientara al lector
hacia lo que verdaderamente posee la calidad indispensable para la
aceptación de un género que, en el mundo, parece, en el mejor de los
casos, destinado a las élites, y en el peor, a la extinción.
Demasiados concursos, demasiadas publicaciones y, especialmente,
esa maldición de la "indigencia crítica" a la que alguna vez se
refirió Juan Marinello son, en mi opinión, algunas de las causas que
han conducido a que ni siquiera los poetas compremos nuestros
propios libros. Aunque justo es decirlo: el entrenamiento literario
que requiere el disfrute de "nuevas tendencias" menos apegadas a los
automatismos del lenguaje, ha contribuido también a esa resistencia
por el consumo de la poesía cubana a la altura de este tercer
milenio.
Cierto es que las instituciones han favorecido una explosión de
espacios en todo el país destinados a la lectura de poesía y al
encuentro de los autores con la población, pero falta la "criba"
necesaria. No son todos los que están ni están todos los que son,
como reza un conocido proverbio popular.
La existencia de grupos que intentan monopolizar el canon a
partir de sus propias concepciones estéticas, la aparición de
eventuales reseñas extremadamente elogiosas, muchas veces escritas a
partir de la amistad, y el desconocimiento entre los más jóvenes de
la tradición tanto cubana como universal, perjudican grandemente la
apreciación honesta de la producción lírica de la Isla.
A ello se suman la falta de diálogo, debate y la actitud
prejuiciada hacia autores que se catalogan como "oficiales" y la
sacralización de otros que se identifican a sí mismos como
"alternativos", a veces para ganar el favor de poetas y críticos
extranjeros a la caza de todo tipo de manifestación de "rebeldía"
entre los escritores y artistas cubanos.
Para analizar algunas de las problemáticas que aquí les comento,
resultó muy provechosa una reciente convocatoria del Centro Dulce
María Loynaz en su espacio Ciclos en Movimiento, que tuvo como
temática de debate los interrogantes, desafíos y polémicas que
suscita la poesía ahora.
La asistencia de un público numeroso y beligerante demostró cuán
necesaria resulta la puesta sobre el tapete de esos asuntos
concernientes a un género que tuvo en Cuba un lugar preeminente
dentro de la historia literaria.
Pero no basta discutir, hay que pasar a la acción. No estaría de
más un mayor rigor a la hora de publicar, tanto por parte de las
editoriales, como por los medios que acogen en sus páginas el
ejercicio crítico. Asimismo revistas emblemáticas que, en otros
tiempos, publicaron en nuestro país lo mejor de la lírica universal,
deberían hacer un esfuerzo mayor, como lo hicieron en décadas
anteriores, para publicar la poesía más significativa que se escribe
hoy, especialmente en nuestro continente y en todo el mundo
hispánico.
Nos hemos quedado varados en la Generación española del 27, tan
importante por sus aportes en el ámbito de nuestra lengua, pero no
la única. Han sido olvidados poetas fundamentales como Vallejo,
Neruda, Gelman o Girondo. No se conoce en Cuba a la extraordinaria
poetisa peruana Blanca Varela o a la uruguayo-española Cristina Peri
Rossi. Se nos vende desde algunos círculos como "novedades" a los
estructuralistas franceses de la década de los sesenta y se habla de
"experimentación" a partir de "innovaciones" que ya son parte del
pasado literario en otros ámbitos.
¿Es que el poeta no tiene quién le escriba, con independencia del
puñado de amigos que se convierten en críticos cuando la ocasión lo
demanda? ¿O es que los críticos no se atreven a poner las cosas en
su sitio por temor a las reacciones que pueden desencadenarse entre
los autores? Las respuestas no están en el viento, sino dentro de
nosotros mismos.