En
medio de múltiples y merecidos homenajes arriba Loipa Araújo, una de
las más sólidas figuras de la Escuela Cubana de Ballet, a sus siete
décadas de vida.
Nacida en La Habana el 27 de mayo de 1941, inició sus estudios de
danza en la Escuela de Ballet de la Sociedad Pro-Arte Musical, bajo
la guía de León Fokine y Alberto Alonso, hasta que en 1955, en la
búsqueda de nuevos horizontes, ingresó en la Academia de Ballet
Alicia Alonso. A partir de entonces su vida estaría ligada por
completo a las vicisitudes y victorias del movimiento cubano de
ballet que, a despecho de la apatía oficial, las incomprensiones y
las agresiones de los gobiernos de turno, llegaría a convertirse en
una de las más hermosas realizaciones de la cultura nacional.
Era la lógica consecuencia de una fuerte y temprana vocación, que
encontraría su verdadero cauce en el histórico empeño de los Alonso
por lograr que en Cuba el ballet no sólo fuera un arte verdadero,
sino también el derecho de todo un pueblo.
Con el aliento brindado por la Revolución triunfante en 1959, su
labor como bailarina —en calidad de Primera Bailarina desde 1967—,
ensayadora o pedagoga formadora de las nuevas generaciones de
artistas del ballet, ha alcanzado las metas más altas. Su
notabilísima hoja de servicios está unida a los grandes triunfos del
ballet cubano en las décadas del 60 al 90, en actuaciones con el
Ballet Nacional de Cuba por medio centenar de países de América,
Europa, Asia y en Australia y como artista invitada de prestigiosas
agrupaciones y festivales danzarios extranjeros.
Ha sido una artista que no ha encerrado su arte en moldes rígidos
ni en torres de marfil, porque lo ha considerado siempre un medio de
comunicación con sus contemporáneos, un instrumento para enriquecer
la vida espiritual de todos los seres humanos y no un dogma o
prebenda de iniciados. Fiel a ese credo ha sabido conciliar el
respeto por las tradiciones con la audaz búsqueda de una respuesta
—formal o de contenido— a los reclamos de su tiempo. Por su valioso
desempeño artístico se ha hecho acreedora de importantes galardones
en eventos competitivos, entre ellos la Medalla de Oro en el
Concurso Internacional de Ballet de Varna —que la convirtió, en
1965, en la primera bailarina latinoamericana en ganar tan alta
distinción—, la Medalla de Plata en el Concurso Internacional de
Ballet de Moscú (1969) y el Premio La Estrella de Oro, en el
Festival Internacional de Danza de París (1970).
Luego de su retiro de la escena como intérprete, a partir de
1997, su labor pedagógica internacional ha alcanzado los máximos
reconocimientos en instituciones de tan alto fuste como la Ópera de
París, el Ballet Real de Dinamarca, el Ballet Real de Londres, la
Scala de Milán, el Teatro San Carlo de Nápoles, la Ópera de Roma, el
Ballet Bolshoi de Moscú y el Teatro Colón de Buenos Aires.
En esta hora de justos homenajes es válido recordar las palabras
del crítico Arnold Haskell, quien la definió como una "orquídea
exótica en el jardín del ballet", porque para orgullo de todos sus
compatriotas, ella, con una alta cuota de sentimiento, lealtad e
inteligencia, ha sabido patentizar al paso de los años su convicción
de que el "jardín" al cual pertenece, no obstante su cosmopolitismo,
no es otro que el del ballet cubano.