Allá por los años ochenta escribí en estas mismas páginas un
comentario titulado Los ruidosos, de ahí que al de ahora le
adicione el número 2.
Ni lo conservo ni lo he vuelto a leer, pero no hace falta para
asegurar que el ente sigue más vivo que nunca ligado a una raíz
cultural que no es precisamente el neorrealismo italiano (por
aquello de los gritos de balcón a balcón) ni la música, convertida
en un amasijo de corcheas a causa de la desmesura de los altavoces.
Generalizando se suele decir que cultura es todo y por ahí se
cuela el ruidoso contaminante dispuesto no tanto a imponerse, como
creen algunos, sino a que los demás muerdan el anzuelo y se le
integren. .
Quien más grita, tiene la razón; quien más alto ponga la música,
se lleva el cetro.
El ruidoso comienza a deformarse en la niñez, cuando ni padres ni
maestros le ponen un freno y se despreocupan por enseñar normas
elementales de la convivencia y de respeto hacia el otro.
A lo mejor en cualquier cine del mundo alguien grita ¡Macusa,
sube que estoy aquí arriba¼ y trae las
rositas de maíz! Lo extraño es que después del grito la
acomodadora lo deje continuar en su asiento.
A un amigo que vive en Europa un vecino le llamó a la policía
porque le molestó el llanto normal de su hija durante la noche. A
una señora que no conozco, que viene de allá mismo y se pasa quince
días en casa de su familia con música alta hasta las cuatro de la
mañana, le hago el cuento de la niña y el policía (y otros cuentos
más) a ver si logro un poco de conmiseración, y alega que le dé un
chance, que está en Cuba y tiene que aprovechar.
Hay cuadras que se estremecen con la música de una fiesta
repetida cada semana. Desde horas tempranas, viendo los preparativos
de lo que vendrá, algunos vecinos colindantes empiezan a palpitar a
la manera de aquellas películas del oeste en que se anunciaba que,
durante la noche, el pueblo sería tomado por el Kid de turno con su
horda de forajidos.
Ahora, decibeles engrosados, por balas al viento.
Para el ruidoso no existen aquellos que quieren leer, ver la
televisión con tranquilidad, conversar en sosiego o simplemente irse
a la cama a una hora decorosa.
Los que eso aspiran constituyen para ellos una verdadera molestia
y si pudieran quejarse lo harían, como a veces hacen los primeros
sin lograr resultados satisfactorios.
Cuando el ruidoso llega a uno de esos centros comerciales en que
el encargado de la música piensa que mientras más levante el volumen
más vende, se siente en su salsa: por fin el mundo se revira a la
serenidad y quien no pueda gritar ¡¡¡una pizza de cebolla!!!,
pues no come.
Mientras la cultura y las buenas maneras no hagan entrar por el
aro al ruidoso, hay que hacer algo en favor de la mayoría agredida.
En lo particular, y en el caso bastante improbable de que dentro
de veinticinco años siga teniendo vida, carecería de nervios, y
quizá de facultad auditiva, para escribir Los ruidosos,
tercera parte.