Los ruidosos, no. 2

ROLANDO PÉREZ BETANCOURT

Allá por los años ochenta escribí en estas mismas páginas un comentario titulado Los ruidosos, de ahí que al de ahora le adicione el número 2.

Ni lo conservo ni lo he vuelto a leer, pero no hace falta para asegurar que el ente sigue más vivo que nunca ligado a una raíz cultural que no es precisamente el neorrealismo italiano (por aquello de los gritos de balcón a balcón) ni la música, convertida en un amasijo de corcheas a causa de la desmesura de los altavoces.

Generalizando se suele decir que cultura es todo y por ahí se cuela el ruidoso contaminante dispuesto no tanto a imponerse, como creen algunos, sino a que los demás muerdan el anzuelo y se le integren. .

Quien más grita, tiene la razón; quien más alto ponga la música, se lleva el cetro.

El ruidoso comienza a deformarse en la niñez, cuando ni padres ni maestros le ponen un freno y se despreocupan por enseñar normas elementales de la convivencia y de respeto hacia el otro.

A lo mejor en cualquier cine del mundo alguien grita ¡Macusa, sube que estoy aquí arriba¼ y trae las rositas de maíz! Lo extraño es que después del grito la acomodadora lo deje continuar en su asiento.

A un amigo que vive en Europa un vecino le llamó a la policía porque le molestó el llanto normal de su hija durante la noche. A una señora que no conozco, que viene de allá mismo y se pasa quince días en casa de su familia con música alta hasta las cuatro de la mañana, le hago el cuento de la niña y el policía (y otros cuentos más) a ver si logro un poco de conmiseración, y alega que le dé un chance, que está en Cuba y tiene que aprovechar.

Hay cuadras que se estremecen con la música de una fiesta repetida cada semana. Desde horas tempranas, viendo los preparativos de lo que vendrá, algunos vecinos colindantes empiezan a palpitar a la manera de aquellas películas del oeste en que se anunciaba que, durante la noche, el pueblo sería tomado por el Kid de turno con su horda de forajidos.

Ahora, decibeles engrosados, por balas al viento.

Para el ruidoso no existen aquellos que quieren leer, ver la televisión con tranquilidad, conversar en sosiego o simplemente irse a la cama a una hora decorosa.

Los que eso aspiran constituyen para ellos una verdadera molestia y si pudieran quejarse lo harían, como a veces hacen los primeros sin lograr resultados satisfactorios.

Cuando el ruidoso llega a uno de esos centros comerciales en que el encargado de la música piensa que mientras más levante el volumen más vende, se siente en su salsa: por fin el mundo se revira a la serenidad y quien no pueda gritar ¡¡¡una pizza de cebolla!!!, pues no come.

Mientras la cultura y las buenas maneras no hagan entrar por el aro al ruidoso, hay que hacer algo en favor de la mayoría agredida.

En lo particular, y en el caso bastante improbable de que dentro de veinticinco años siga teniendo vida, carecería de nervios, y quizá de facultad auditiva, para escribir Los ruidosos, tercera parte.

 

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