Condicionada en gran medida por una devastadora epidemia de
fiebre amarilla, que entre 1878 y 1879 asoló más de cien ciudades de
Estados Unidos, el Gobierno de esa nación propuso reunir en una
conferencia mundial a las potencias marítimas, cuyos puertos
pudieran ser infectados por tan terrible mal.
En aquella época las autoridades sanitarias del país norteño
creían que la fiebre amarilla era una enfermedad importada, de ahí
el interés de buscar medidas legales para evitar su introducción.
Como señalan estudiosos del tema, el objetivo principal de los
promotores del cónclave radicaba en lograr un acuerdo que
garantizara, por parte de inspectores norteamericanos, la revisión
de los buques fondeados en cualquiera de los países que tuvieran
relaciones con Estados Unidos, y certificar si podían entrar o no al
territorio de la Unión.
La Conferencia Internacional Sanitaria de Washington comenzó en
febrero de 1881 y, desde su inicio, muchas naciones se opusieron a
la anterior propuesta por considerarla una intromisión en sus
asuntos internos.
Así el evento se dilató en prolongadas discusiones que no
parecían conducir a un acuerdo, pues muchos delegados alegaron que
la ciencia médica carecía de medios seguros capaces de determinar la
existencia de los gérmenes causantes de la fiebre amarilla en los
barcos.
Para representar a Cuba y Puerto Rico en la magna cita, el
régimen colonial español designó al doctor Carlos Juan Finlay, quien
intervino en la conferencia el día 18 de febrero, cuando todo el
debate en torno a las regulaciones legales había terminado, y
algunas voces se pronunciaban a favor de crear una comisión
internacional encargada de estudiar la enfermedad, convencidos de
que no existía medio eficaz para detener su propagación.
Hombre modesto y trabajador infatigable, el médico cubano de 48
años habló en el foro y explicó que en La Habana la fiebre amarilla
era estudiada con mucho interés. Relató, además, los trabajos
desarrollados al respecto por la comisión que presidía dentro de la
Sociedad de Estudios Clínicos.
Al explicar su voto favorable a los proyectos de los
representantes de España y Portugal, dirigidos a promover a nivel
internacional la investigación científica de la fiebre amarilla,
planteó que, según su opinión, para que el flagelo se propagase eran
necesarias tres condiciones:
"La existencia previa de un caso de fiebre amarilla, comprendido
dentro de ciertos límites de tiempo con respecto al momento actual;
la presencia de un sujeto apto para contraer la enfermedad; y la
presencia de un agente cuya existencia sea completamente
independiente de la enfermedad y del enfermo, pero necesaria para
trasmitir el padecimiento al hombre sano".
Mi único objeto, agregaría Finlay, es demostrar que si mi
hipótesis u otra análoga llegase a realizarse, las medidas que hoy
se toman para detener la fiebre amarilla resultarían ineficaces;
toda vez que se estarían combatiendo las dos primeras condiciones,
en lugar de atacar la tercera, para destruir el agente de
transmisión o apartarlo de las vías por donde se propaga la
enfermedad.
Con esas palabras esbozó su más grande y original aporte: la
revolucionaria teoría científica del contagio de las enfermedades
epidémicas, y el postulado más valioso expuesto en la historia de la
medicina hasta ese momento para la prevención y profilaxis de los
padecimientos contagiosos, la supresión del vector.
Los participantes en la conferencia apenas repararon en lo
planteado por Finlay, quizás debido al ambiente de confrontación
reinante, sobre todo entre las posiciones de España y Estados
Unidos; pero de haberlo hecho, el camino para controlar y erradicar
la fiebre amarilla se hubiera allanado casi 20 años antes de lo que
debió esperar el mundo.
Apenas seis meses después, el 14 de agosto de 1881, Carlos Juan
expuso su doctrina ante la Real Academia de Ciencias Médicas,
Físicas y Naturales de La Habana, e identificó al mosquito Culex,
(hoy Aedes aegypti), como el agente transmisor de la enfermedad.
Para beneplácito de los cubanos, el legado del más universal de
nuestros científicos tiene vigencia plena, y nadie pone en duda la
validez de la lucha antivectorial en la eliminación de un número
importante de enfermedades. Sin embargo, casi nada queda de quienes
intentaron apropiarse de su obra para ganar gloria.