María Schneider saltó a la fama al debutar con solo 19 años junto
a Marlon Brando. Aportó la frescura que requería el personaje, una
joven burguesa insegura y algo alocada, que se sale de su confort y
se deja caer en los brazos de un hombre maduro, que le impone una
relación más sexual que amorosa, sin nombre ni biografías de por
medio.
Algunos dijeron injustamente que se había quedado muy por debajo
de Brando, sin tener en cuenta que la inexperta María, desnuda buena
parte de la trama, estuvo obligada constantemente a darle la réplica
a las improvisaciones de su pareja, ya que Bertolucci le permitió al
actor cambiar y aportar cuánto quisiera.
Película de cabecera ––y no hay otra que haya visto tanto como
El último tango en París–– cada vez me convenzo más de que María
Schneider, por una sola vez en el cine, estuvo excelente.
Fue tal la intensidad a que se sometió en su relación con Brando,
que al concluir el filme se internó en una clínica psiquiátrica.
Muchos directores de primera línea ––entre ellos Buñuel––
salieron a cazarla, pero sencillamente no dio la talla.
Rodó unas pocas películas más, El reportero, junto a Jack
Nicholson, la más conocida, pero conflictos emocionales y de otro
tipo la hicieron salir del ruedo.
Ahora, ante su muerte, cabe recordar la esencia de El último
tango¼ como la metamorfosis que tiene
lugar en dos seres completamente diferentes, de identidades y edades
opuestas, acosados por la duda y el miedo.
Brando siempre fue grande, pero María solo aquella vez.
El actor volvería a ser aclamado en el papel de la bestia en
busca de su redención.
Pero sin la muchachita que viajaba del susto a la alegría,
fascinada y al mismo tiempo horrorizada, no hubiera habido bestia.