Siglos de convenciones de un arte figurativo, en el que se
plasman escenas sagradas y profanas, retratos de gente ilustre o
anónima, paisajes reconocibles, gravitan todavía sobre los hábitos
más extendidos de lectura de un hecho pictórico determinado.
Ese mismo espectador reacciona de un modo diferente ante otras
manifestaciones artísticas o incluso de la naturaleza. No se
cuestionan cuál es el significado de una partita de Bach o una
sinfonía de Mozart, ejemplos supremos de estructuras armónicas a las
cuales se les asocia con estados de ánimo que para nada tienen que
ver con la arquitectura interna de las obras. Como tampoco se
cuestionan por lo que nos dicen los cantos de las aves o la simple
irrupción de un chorro de luz a través de una claraboya.
Lo cierto es que la pintura, luego de la invención de la
fotografía, trató menos de copiar la realidad e intentó
reinterpretarla. La pintura se hizo más libre —los efectos luminosos
de los impresionistas, las exageraciones gestuales de los
expresionistas, la descomposición geométrica de los cubistas, el
delirio subversivo de los surrealistas— hasta llegar a lo que
conocemos como abstracción pictórica.
Es necesario tomar en cuenta esos elementos para entender la
hazaña intelectual que por estos días tiene lugar en el Museo
Nacional de Bellas Artes: la exposición La otra realidad: una
historia del arte abstracto cubano, curada por Elsa Vega Dopico.
Allí se nos presenta un recorrido por el arte no figurativo
nacional a través de las distintas generaciones de creadores que han
desarrollado su discurso estético dentro de esta tendencia.
La muestra comienza por los precursores, artistas que como Amelia
Peláez, Marcelo Pogolotti, Roberto Diago y José Manuel Acosta
tempranamente insinuaron que la abstracción era una posibilidad
expresiva.
Convencionalmente se admite que con la irrupción del grupo Los
Once, la pintura abstracta cobró sus más altas credenciales como
movimiento en la isla. Es el momento de Hugo Consuegra, Guido Llinás,
Antonio Vidal y un muy joven Raúl Martínez. Es también el plazo de
revolucionar la escultura como lo hicieron Agustín Cárdenas, Tomás
Oliva y Pancho Antigua.
Pero ya en Cuba vivía por entonces Sandú Darié. Y Luis Martínez
Pedro se desembarazaba de los moldes académicos para introducir una
noción diversa de planos, círculos y colores. Y Loló Soldevilla
desataba sus ímpetus sobre lienzos y telas.
No sería extraño que los ecos de esas vanguardias se convirtieran
en una zona ampliamente visitada por creadores que eligieron los
modos no figurativos en los sesenta, en medio de una gran eclosión
del arte a escala nacional, cimentada a su vez por la formación de
los primeros talentos producto del sistema de docencia artística
fomentado por la Revolución.
Llegaba la hora de los pintores concretos, con la muy
sorprendente obra de Pedro de Oraá; del arte óptico en las voces de
Armando Morales y Ernesto Briel, del entusiasmo y la constancia de
Raúl Santoserpa, Carlos Trillo y Juan Vázquez Martín; de las señales
promisorias, tronchadas en plena juventud, de Waldo Luis.
En las últimas décadas la abstracción siguió sumando aportes
sustanciales desde diversos estilos, como los de Julia Valdés,
Rigoberto Mena, Eduardo Rubén, Carlos García, Manolo Comas y Andy
Rivero. Y hasta un novísimo, Reyner Ferrer, se adscribe. Mientras
que a partir de los volúmenes escultóricos la abstracción alza el
vuelo en obras de José Villa Soberón y Tomás Lara.
La muestra del Museo redescubre a una artista cubana en sus
orígenes: Carmen Herrera. Nacida en 1915, con estudios parisinos en
el momento de ebullición de las vanguardias de entreguerras y
establecida en Nueva York desde la mitad del siglo pasado, su
presencia en este repertorio promueve el asombro y la interrogación.
Poéticas diferentes, incluso contrapuestas, animan estas visiones
que dan una idea lo más completa posible, aunque susceptible de
corrección, acerca de lo mucho que dice también la abstracción
cubana.