presenta
una colección de imágenes captadas por Areñas en los talleres y
espacios de creación de 31 artistas. Evidentemente hubo una química
en la relación del fotógrafo con los sujetos fotografiados,
manifiesta en la intimidad y la mezcla de confianza y respeto
mutuos. La mayoría de las fotos de Areñas posee valores intrínsecos
de significado y composición, incluso en aquellas más manipuladas,
como la que muestra a Juan Padrón investido con los atributos de su
imprescindible Elpidio Valdés.
Pero en la correspondencia entre los retratos de los artistas y
su producción especialmente destinada para esta colección se halla
el punto de combustión del proyecto. Una correspondencia que
pretende explicar por qué este o aquel hacen esto y aquello.
Como ha explicado el crítico Nelson Herrera Ysla en la nota que
acompaña el catálogo, "conscientes de que quizás el retrato
fotográfico no fuese lo suficientemente satisfactorio en esa
búsqueda del alma del sujeto (¼ ), los
artistas se dedicaron a intervenir libremente sobre el lienzo,
usando los materiales que estimasen convenientes.(¼
) De modo que cada artista ejerció su derecho a conformar aquella
imagen que creía mejor de sí al respaldar la libertad creadora que
el fotógrafo quiso compartir y que, por cierto, no ha sido frecuente
en la historia de las relaciones entre sujeto y objeto".
En todos los casos se estableció una compleja e inquietante
dialéctica entre lo que Areñas quiso ver y fijar en la impresión y
lo que cada artista quiso revelar de su propio modo de hacer, en una
escala que varía de la sinceridad al artificio, en un juego de
concesiones y simulaciones evidentes o esquivas a los ojos del
espectador, que también, en la medida que ha podido ser testigo de
los trazos artísticos de los creadores representados, extrae sus
propias conclusiones.
Así, en el plano personal, me identifico con la traslación de la
imagen a contraluz de Ever Fonseca y su propia inserción en la
imaginería fabulosa de sus jigües, con la fuerte y para nada
complaciente autodefinición afirmativa de René Peña, con la
atmósfera lírica que transpira la foto y la realización pictórica de
Ernesto García Peña, y con la desafiante zoomorfosis de Rocío
García, con la teatral confidencia del fotógrafo y artista en la
mascarada de Manuel López Oliva, con las apropiaciones ingeniosas de
Eduardo Abela, con el ascetismo de la visiòn de Aimée García, por
citar algunos ejemplos.
En cuanto a las interrogantes inicialmente planteadas, no es cosa
de responder de golpe y porrazo. Hay mucha tela por donde cortar.
Entiendo estos retratos de Areñas y las proposiciones que le
acompañan como marcas de un experimento necesario y promisorio.