A
diferencia de otros deportes, el fútbol no suele premiar las
estadísticas. O al menos no tanto como cabría suponer. A un buen
delantero se le reconoce sin necesidad de mucho olfato por su
eficacia goleadora, pero eso no basta para catapultarle al
estrellato.
El fútbol, como el arte, va más allá. Se aventura en el terreno
movedizo de la estética y permite que la subjetividad de los
espectadores (periodistas incluidos) dictamine qué jugador es bueno
y cuál equipo mejor.
Ello demostraría por qué Mario Jardel no consiguió hacerse un
hueco en la delantera de Brasil, a pesar de sus dos Botas de Oro
(1999 y 2002). O por qué Paul Scholes, posiblemente el jugador más
consistente de la última década, nunca ha sido valorado del todo en
su justa medida. También justificaría que el Tottenham Hotspur
continúe siendo uno de los equipos más respetados de Inglaterra,
aunque el club londinense no gana la Liga desde 1961 y solo ha
vuelto a disputar la Champions 48 años después.
Los Spurs, sin embargo, se ajustan a esa lógica descabellada.
Como argumentaría Danny Blanchflower, insigne capitán de aquel
conjunto: "La gran falacia es creer que en este deporte ganar es
todo. Nada que ver. Lo importante es la gloria. Lo importante es
hacer las cosas con estilo, con extravagancia".
De ahí que en White Hart Lane, el estadio del Tottenham, además
de profesar un gusto refinado por el fútbol ofensivo nunca han
faltado jugadores extravagantes. Desde el gran goleador Jimmy
Greaves han pasado por allí talentos tan disímiles como los
argentinos Osvaldo Ardiles y Ricardo Villa, Gary Lineker, Glen
Hoddle, Paul Gascoigne, Chris Waddle, Jürgen Klinsmann¼
Y así hasta el día de hoy en que su plantilla aúna la solidez
defensiva de Ledley King y William Gallas en el eje de la zaga con
la visión telemétrica de Luka Modric y Rafael Van der Vaart en el
centro del campo, más la explosividad de Aaron Lennon por el carril
derecho y dos buenos cabeceadores que todo lo rematan en punta:
Peter Crouch y el ruso Pavlyuchenko. Aunque la gran estrella de la
camada es el galés Gareth Bale, la joven revelación de 21 años a la
que muchos ya apodan como "el nuevo Ryan Giggs".
Quizá la comparación parezca exagerada, a la vera de la
formidable trayectoria del extremo del Manchester United, pero lo
cierto es que muy distante de la realidad no puede estar. Porque el
martes en la Champions, Bale ofreció una de esas exhibiciones que
pocas veces se ven en la máxima competición europea ante un rival
del talante del Inter, actual monarca.
Puede que, en efecto, sus movimientos sobre el césped no
condensen la plasticidad ni la elegancia de su compatriota Giggs,
pero a la velocidad espasmódica que imprime por la banda izquierda,
Bale añade un recorrido inagotable y una zurda de seda. Con esos
recursos atormentó durante todo el encuentro a Maicon, el lateral
brasileño que lleva fama de ser el mejor defensor diestro del mundo,
e igual se despidió varias veces de Lucio para terminar enviando dos
centros perfectos que sus compañeros convirtieron en goles. Y eso,
tan solo dos semanas después de haberle endosado tres tantos a los
nerazzurri en Milán, que maquillaron la derrota de su equipo (3-4).
Más allá, la jornada deparó otras actuaciones notables. A sus 37
años, Filippo Inzaghi saltó del banquillo en San Siro para hacer más
en 10 minutos que Ronaldinho en 60, firmando los dos goles del Milán
en el empate con el Real Madrid de Mourinho; mientras, en Lisboa, el
portugués Carlos Martins suministraba cuatro pases de gol en la
victoria del Benfica que sentaron una nueva estadística. Ninguno de
ellos, sin embargo, frisó la categoría del espectáculo ofrecido por
el ciclón galés.