Mi madre, que dedicó sus mejores años a trabajar como doméstica
en casa de burgueses, un día me sorprendió hablándome de la dignidad
del pensamiento, ella con tan poco estudio, tan metida en la cocina,
tan obligada a morderse la lengua y a reiterar los ineludibles "sí
señora" y "ordene caballero".
Ya estaba de vuelta en la casa para entonces y no paraba de leer
y de oír discursos. Le encantaba aquella frase de Fidel de los
primeros tiempos en que, refiriéndose a la Revolución, instaba más a
leer que a creer, y cuya esencia mi madre captó, quizá con más tino
que algunos estudiosos que la rodeaban.
Un concepto que, el día que me habló de la dignidad del
pensamiento, definió de manera muy clara: he aprendido a pensar no
solo en lo que otros han pensado, sino a pensar y a profundizar a
partir de lo que he aprendido.
Sin saberlo, estaba llegando a un razonamiento básico de
cualquier filosofía que no sea reaccionaria.
Nunca más fue a la escuela que por necesidades económicas ––como
muchos de su época–– tuvo que dejar por razones del hambre.
Pero poco antes de morir, hace ahora exactamente diez años, podía
hablar de manera sólida lo mismo de política internacional que de
asuntos internos del país.
La dignidad del pensamiento que recuperó con la Revolución no la
perdió nunca, no obstante algunos de esos encontronazos que a ratos
saltan.
Una dignidad en la que reconozco un baluarte de nuestra cultura
por el que hay que batallar para que nunca falte.