Se
suele asociar la cultura a sus expresiones artísticas y literarias.
Aunque nos hayan dicho una y mil veces que la cultura es mucho más
que la literatura, las llamadas bellas artes y los museos, lo
primero que pensamos al festejar el 20 de Octubre es en los versos,
las canciones, las novelas, los cuadros, los monumentos, las
representaciones escénicas y las películas que hablan de nuestra
tierra y sus gentes.
Esto, desde luego, es un caudal importante y apreciable, diría
incluso imprescindible para identificarnos y ser lo que somos. Pero
también deberíamos pensar en las ideas y los valores que tales obras
siembran, en el sentido de pertenencia de sus creadores, en el
perfil de nuestras ciudades y campos, en las virtudes de la ciencia,
en la atmósfera y el subsuelo, en las pulsaciones secretas, en los
hilos visibles e invisibles que nos relacionan con otras tierras y
otros seres humanos.
Y pensar, cómo no, en el símbolo entrañable de aquel punto de
partida. Porque cuando los bayameses que escucharon el himno de
Perucho Figueredo el 20 de octubre de 1868 celebraron el canto que
desde entonces nos acompaña, lo hicieron concientes de que libertad
y justicia eran conceptos irreductibles e inseparables.
Este 20 de octubre, aún en un contexto diferente, sigue siendo
igual. Libertad y justicia son, tienen que ser, valores
irrenunciables, ajenos a la retórica conmemorativa. Más cuando nos
hallamos abocados a un proceso de cambios en el orden estructural
del cual depende la sobrevivencia, la continuidad y las nuevas
etapas de desarrollo de nuestro proyecto de nación. Y ya se sabe
cómo interactúan y repercuten las condiciones materiales en la vida
espiritual de un conglomerado social.
De manera que la cultura no puede ser vista como algo accesorio o
al margen de la impostergable actualización de nuestro modelo
económico.
En medio de los avatares de los años noventa, le escuché a
Armando Hart, en quien reconocemos a un pensador lúcido y radical,
un razonamiento acerca de lo que nos podía pasar en caso de ignorar
el factor cultural en el curso de las acciones para superar los
efectos de la crisis: "Sería terrible —comentó— que un día
despertáramos con los problemas resueltos para unos pocos y sin
resolver para la mayoría, que el bienestar de unos hiciera olvidar
las carencias de otros, que la abundancia y la prosperidad de unos
cuantos fuera mera ilusión de otros muchos, y que se nos dijera que
todo ello es inevitable. Cuba no sería Cuba, la historia no tendría
sentido".
Uno de los modos de conjurar ese escenario, con el que sueñan y
para el que trabajan fuerzas y agentes que no debemos ignorar, es
precisamente tomando en cuenta el valor de la cultura. Dicho de otra
manera, la subjetividad no puede ser un territorio silvestre, en el
que dogmas, bandazos, aprensiones, inconsecuencias, abandonos,
inercias y cantos de sirena prevalezcan.
En uno de los Congresos de la UNEAC de aquellos años tremendos,
Fidel dijo una frase admonitoria: "La cultura es lo primero que hay
que salvar". Al mirarnos hoy por dentro, nos asiste la certeza de
que la cultura ha contribuido a ser lo que somos. En lo adelante
también sabremos que sin la cultura no seremos los que nos merecemos
ser.