Una ciudad

Londres

ROLANDO PÉREZ BETANCOURT
rolando.pb@granma.cip.cu

El cine, y antes la literatura, tienen buena parte de responsabilidad cuando se piensa en Londres como una gran ciudad envuelta en la niebla, mientras Sherlock Holmes avanza entre la bruma detrás de un asesino que a tres metros de distancia se le torna invisible.

Puede haber niebla en Londres, pero incomparable con la que una vez hizo caer al Támesis a transeúntes cortos de vista o pasados de tragos.

Ya los romanos, cuando fundaron la ciudad en el año 43 con el nombre de Londinium, se percataron de la atmósfera espectral que podía envolverla. Entonces era un fenómeno natural, luego llegaron las chimeneas y la industrialización y, casi al unísono, la contaminación atmosférica que en diferentes años les costó la vida a miles de personas con problemas cardiacos o respiratorios.

No hace mucho, científicos británicos determinaron que la niebla que aparece en los cuadros en los que el pintor francés Claude Monet retrató a Londres, era en realidad el esmog de la época victoriana.

Monet, como otros tantos visitantes, recorrió los numerosos puentes que cruzan el Támesis y a partir de los cuales pudiera reconstruirse la historia de la ciudad. El más antiguo, el Puente de Londres. Lo elevaron los romanos en el año 46 y por supuesto que era de madera. Varias veces reconstruido, durante casi 400 años la parte sur del puente fue utilizada para exhibir las cabezas decapitadas de aquellos que fueron considerados traidores.

La práctica se suspendió en 1660 con la restauración del reinado de Carlos II de Inglaterra, pero los métodos de "mano dura" para reprimir todo lo que fuera a la contraria de los gobernantes es algo que puede apreciarse en los Castillos museos de la ciudad, en especial la Torre de Londres, que fuera primero residencia de los reyes y más tarde prisión para los enemigos.

Allí se exhiben las Joyas de la Corona, impresionantes, pero, en lo particular, no tanto como la perfecta reconstrucción de los métodos de tortura y asesinatos por suplicio que se ejercían en las mazmorras de esa fortaleza de bien conservado estilo normando, enclavada en la parte norte del Támesis.

Londres tiene cerca de trescientos museos y dudo que haya alguien que los haya visitado todos de punta a cabo. Una excursión en la que es recomendable salir a la calle paraguas en mano para protegerse de una llovizna que va y viene y a la cual hay que acostumbrarse, como lo hace cualquier buen hijo de este sol del Caribe.

Hace poco leí que los ingleses, y en especial los londinenses, son las personas que más se preocupan por el estado del tiempo antes de trasponer la puerta del hogar. Pero la lluvia no es óbice para que cientos de interesados se aglomeren frente al cambio de Guardia del Palacio de Buckingham —todo un espectáculo-—, mientras uno mira a una y otra parte y se sorprende de no ver a policías, al menos vestidos a la usanza tantas veces mostrada en aquellas comedias inglesas que nos invadieron en los años sesenta y setenta.

—Hay pocos policías— le comento a un amigo mientras estaciona perfectamente en una calle cercana a Trafalgar Square.

—Pero muchas cámaras vigilando— me responde y de paso informa que Londres es la ciudad más vigilada por medios modernos en el mundo, y me ofrece una cifra tan extraordinaria de cámaras por habitante que vacilo en reproducirla.

A diferencia de otras grandes capitales, Londres tiene la característica de aunar en ese sureste de la Isla de Gran Bretaña monumentos históricos y centros gubernamentales, culturales e igualmente financieros. Un paseo por la denominada City de Londres, centro de las finanzas, permite apreciar a ciertas horas del día el desplazamiento de miles de oficinistas vestidos a partir de un patrón de sacos, camisas de cuello y corbatas, que parece inviolable.

El movimiento cultural en Londres es impresionante y no son pocas las representaciones teatrales exitosas que luego son llevadas al cine.

Las estadísticas afirman que el Gran Londres acuna unos ocho millones de personas, el 30% de las cuales nacieron fuera de la ciudad. Por ser una urbe tan cosmopolita, a veces no resulta fácil captar la esencia de la ciudad en una primera mirada. Caminando por las calles se puede oír hablar lo mismo bengalí que árabe, italiano que español y, por supuesto, inglés.

El peso de la emigración se aprecia en muchos puestos laborales de servicio, donde el inglés se pronuncia con las más raras entonaciones.

Y también en los escenarios públicos.

Viendo El fantasma de la ópera en uno de los famosos teatros que se extienden desde Soho hasta Piccadilly Circus pude comprobarlo: me habían adelantado que en plena función una gran lámpara que aparecía en escena se desprendía del techo y avanzaba peligrosamente hacia las lunetas, hasta quedar colgada a dos metros de la cabeza de los espectadores.

—¿Seguridad?

—Absoluta— me respondieron.

Pero cuando aquella mole de cristal vino hacia delante y todos gritamos, manos en alto, fue como si cien diccionarios se abrieran y no precisamente —lo imagino a juzgar por lo que yo mismo solté— para darles rienda suelta a las palabras más ejemplares.

 

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