El cine, y antes la literatura, tienen buena parte de
responsabilidad cuando se piensa en Londres como una gran ciudad
envuelta en la niebla, mientras Sherlock Holmes avanza entre la
bruma detrás de un asesino que a tres metros de distancia se le
torna invisible.
Puede haber niebla en Londres, pero incomparable con la que una
vez hizo caer al Támesis a transeúntes cortos de vista o pasados de
tragos.
Ya los romanos, cuando fundaron la ciudad en el año 43 con el
nombre de Londinium, se percataron de la atmósfera espectral que
podía envolverla. Entonces era un fenómeno natural, luego llegaron
las chimeneas y la industrialización y, casi al unísono, la
contaminación atmosférica que en diferentes años les costó la vida a
miles de personas con problemas cardiacos o respiratorios.
No hace mucho, científicos británicos determinaron que la niebla
que aparece en los cuadros en los que el pintor francés Claude Monet
retrató a Londres, era en realidad el esmog de la época victoriana.
Monet, como otros tantos visitantes, recorrió los numerosos
puentes que cruzan el Támesis y a partir de los cuales pudiera
reconstruirse la historia de la ciudad. El más antiguo, el Puente de
Londres. Lo elevaron los romanos en el año 46 y por supuesto que era
de madera. Varias veces reconstruido, durante casi 400 años la parte
sur del puente fue utilizada para exhibir las cabezas decapitadas de
aquellos que fueron considerados traidores.
La práctica se suspendió en 1660 con la restauración del reinado
de Carlos II de Inglaterra, pero los métodos de "mano dura" para
reprimir todo lo que fuera a la contraria de los gobernantes es algo
que puede apreciarse en los Castillos museos de la ciudad, en
especial la Torre de Londres, que fuera primero residencia de los
reyes y más tarde prisión para los enemigos.
Allí se exhiben las Joyas de la Corona, impresionantes, pero, en
lo particular, no tanto como la perfecta reconstrucción de los
métodos de tortura y asesinatos por suplicio que se ejercían en las
mazmorras de esa fortaleza de bien conservado estilo normando,
enclavada en la parte norte del Támesis.
Londres tiene cerca de trescientos museos y dudo que haya alguien
que los haya visitado todos de punta a cabo. Una excursión en la que
es recomendable salir a la calle paraguas en mano para protegerse de
una llovizna que va y viene y a la cual hay que acostumbrarse, como
lo hace cualquier buen hijo de este sol del Caribe.
Hace poco leí que los ingleses, y en especial los londinenses,
son las personas que más se preocupan por el estado del tiempo antes
de trasponer la puerta del hogar. Pero la lluvia no es óbice para
que cientos de interesados se aglomeren frente al cambio de Guardia
del Palacio de Buckingham —todo un espectáculo-—, mientras uno mira
a una y otra parte y se sorprende de no ver a policías, al menos
vestidos a la usanza tantas veces mostrada en aquellas comedias
inglesas que nos invadieron en los años sesenta y setenta.
—Hay pocos policías— le comento a un amigo mientras estaciona
perfectamente en una calle cercana a Trafalgar Square.
—Pero muchas cámaras vigilando— me responde y de paso informa que
Londres es la ciudad más vigilada por medios modernos en el mundo, y
me ofrece una cifra tan extraordinaria de cámaras por habitante que
vacilo en reproducirla.
A diferencia de otras grandes capitales, Londres tiene la
característica de aunar en ese sureste de la Isla de Gran Bretaña
monumentos históricos y centros gubernamentales, culturales e
igualmente financieros. Un paseo por la denominada City de Londres,
centro de las finanzas, permite apreciar a ciertas horas del día el
desplazamiento de miles de oficinistas vestidos a partir de un
patrón de sacos, camisas de cuello y corbatas, que parece
inviolable.
El movimiento cultural en Londres es impresionante y no son pocas
las representaciones teatrales exitosas que luego son llevadas al
cine.
Las estadísticas afirman que el Gran Londres acuna unos ocho
millones de personas, el 30% de las cuales nacieron fuera de la
ciudad. Por ser una urbe tan cosmopolita, a veces no resulta fácil
captar la esencia de la ciudad en una primera mirada. Caminando por
las calles se puede oír hablar lo mismo bengalí que árabe, italiano
que español y, por supuesto, inglés.
El peso de la emigración se aprecia en muchos puestos laborales
de servicio, donde el inglés se pronuncia con las más raras
entonaciones.
Y también en los escenarios públicos.
Viendo El fantasma de la ópera en uno de los famosos
teatros que se extienden desde Soho hasta Piccadilly Circus pude
comprobarlo: me habían adelantado que en plena función una gran
lámpara que aparecía en escena se desprendía del techo y avanzaba
peligrosamente hacia las lunetas, hasta quedar colgada a dos metros
de la cabeza de los espectadores.
—¿Seguridad?
—Absoluta— me respondieron.
Pero cuando aquella mole de cristal vino hacia delante y todos
gritamos, manos en alto, fue como si cien diccionarios se abrieran y
no precisamente —lo imagino a juzgar por lo que yo mismo solté— para
darles rienda suelta a las palabras más ejemplares.