Desde hace varios días me persigue la imagen de una pareja de
amigos que se alejan, mientras suben los peldaños de una escalera.
Hicimos lo posible por encomendarnos a la risa, la generosidad o al
potencial futuro para evitar la palabra tópica y lamentable. Pero al
final, nos despedimos con una melancolía persistente.
Todos acumulamos despedidas diversas y también peldaños que
marcaron algo de nuestros azares o desencuentros. Recuerdo una
escalerita de madera en el campo de mi infancia en la que los dos o
tres niños de una legua a la redonda jugábamos a entonar canciones
al atardecer. No era el punto cubano o la décima sino más bien
tonadillas o boleros que la radio dejaba escuchar cuando se
conseguían pilas o baterías.
Las escaleras son como vértebras modestas de la ciudad. ¿Quién
olvida el beso de la novia o juegos mayores albergados por el rincón
menos iluminado? Para el hombre de campo vivir en esos "palomares"
significó al principio imitar al pájaro o desafiar la lógica diaria
de convivir a escala humana y terrenal. La ciudad se hace fuerte en
los pisos altos y llegó a una de sus primeras metáforas de la
rapidez con el ascensor que devora las prisas, pero —como agónica
paradoja— puede representar la mayor inmovilidad si ese "aparato" se
detiene. A menudo evoco una mañana en el Teatro Amadeo Roldán en la
que se celebraba un encuentro de humoristas. Todavía enfrascados en
el tema de debate, decidimos desdeñar la corta escalera de sólidas
etapas y tomar el elevador, esta vez para descender. Cuando aquello
se detuvo, transcurrieron unos cinco minutos de risas y bromas. Pero
al sexto o al séptimo, la ansiedad comenzó a devorarnos y al salir,
poco después, se había marchitado el pertinaz y colectivo ingenio.
El susto debió servirnos para, en lo adelante, ejercitar más los
pies y rendir menos culto a la comodidad.
Hay entradas de escaleras tan parecidas que no hacen pensar en
despedidas porque más bien dificultan el encuentro. Me sucede en el
reparto Alamar, el barrio populoso que La Habana vio levantarse a
partir de los sesenta. Como se parecen los edificios y las entradas,
cualquiera se pierde si no lleva las señas bien apuntadas. Una
mañana confusa y tensa hasta Tania —casi "orientada"— me acompañó en
el extravío, de un bloque a otro de uno de número impar a otro de
dígitos abundantes. Ni siquiera el azul cercano del mar mitigaba
nuestra ansiedad. Cuando estábamos a punto de desmayarnos en un
quinto piso una puerta se abrió. Nunca supimos el nombre de aquella
señora, pero su prueba de buena fe y solidaridad engrosó nuestra
antología personal de agradecimientos.
Salimos a la avenida soleada sin cumplir con nuestro encargo,
pero por allá en lo hondo latía una certeza: en los altos o en los
bajos, aún hasta cuando nos despistamos, una escalera puede conducir
a una sonrisa. ¿Podría pedirse más a la gestión de nuestras piernas?