Yo tenía entonces 11 años, y me acuerdo bien de sus nombres. No
deseo, sin embargo, repetirlos. De él no supe nada, desde hace más
de 70 años. No le guardo rencor. Del alumno que motivó el incidente,
conocí muchos años después del triunfo revolucionario, que mantuvo
una conducta intachable y seria.
Sin embargo, el hecho tuvo consecuencias para mí. El incidente
había ocurrido semanas antes de la Navidad, en que tendríamos dos
semanas y media de vacaciones. Él seguía como inspector, y yo como
alumno; ambos nos ignorábamos totalmente. Por elemental dignidad mi
conducta fue intachable. Al venir nuestros padres a buscarnos,
evidentemente citados por ellos, les ocultaron la verdad, acusaron a
mis dos hermanos y a mí de pésimo comportamiento. "Sus tres hijos,
son los tres bandidos más grandes que pasaron por esta escuela", le
dijeron a mi padre. Lo supe por lo que contó entristecido a otros
agricultores amigos que a fines de año lo visitaban. Raúl tenía
apenas seis años, Ramón siempre se caracterizó por su bondad, y yo
no era un bandido.
Trabajo me costó que me enviaran de nuevo a Santiago para
estudiar; Ramón y Raúl, que nada tenían que ver con el problema,
permanecieron el resto de ese curso en Birán. Me matricularon en
enero de 1938 como alumno externo en el Colegio Dolores, regido por
la Orden de los Jesuitas, mucho más exigente y rigurosa en materia
de estudios, pero más de clase alta y rica que su rival de los
Hermanos La Salle.
En esta ocasión me tocó residir en la casa de un comerciante
español amigo de mi padre; allí, desde luego, no pasé ningún tipo de
penuria material, pero en aquella casa, donde residí hasta finalizar
el quinto grado, era un extraño.
Al inicio del verano, Angelita, la hermana mayor, llegó también a
esa casa con el propósito de preparar su ingreso en el bachillerato.
Para darle clases se contrató a una profesora negra, quien se guiaba
por un enorme libro donde estaba el contenido de la materia a
impartir para el examen de ingreso. Yo asistía a sus clases. Era la
mejor profesora y, quizás, una de las mejores personas que conocí en
mi vida. Se le ocurrió la idea de que estudiara a la vez el material
de ingreso y el primer año del bachillerato, con el fin de
examinarme tan pronto alcanzara la edad pertinente para el ingreso
en el bachillerato, un año después. Despertó en mí un enorme interés
por el estudio. Habría sido la única razón por la que estaba
dispuesto a soportar la casa del comerciante español en ese período
vacacional, tras finalizar el quinto grado como externo en Dolores.
Enfermé a fines de ese verano, y estuve ingresado alrededor de
tres meses en el hospital de la Colonia Española de Santiago de
Cuba. No hubo vacaciones de verano ese año. En aquel hospital
mutualista, por dos pesos mensuales, equivalentes a dos dólares, una
persona tenía derecho a los servicios médicos. Muy pocos, sin
embargo, podían cubrir ese gasto. Me habían operado del apéndice, y
a los 10 días la herida externa se infestó. Hubo que olvidarse de
los planes de estudio concebidos por la profesora. A fines de ese
mismo año, 1938, los tres hermanos nos volvimos a reunir, como
alumnos internos en el Colegio Dolores.
En el sexto grado, con varias semanas de clases perdidas, debí
esforzarme para ponerme al día. Una etapa nueva se iniciaba.
Profundizaba los conocimientos en Geografía, Astronomía, Aritmética,
Historia, Gramática e Inglés.
Se me ocurrió escribirle una carta al presidente de los Estados
Unidos, Franklin Delano Roosevelt, que con su silla de ruedas, su
tono de voz y su rostro amable despertaba mis simpatías. Gran
expectación, una mañana las autoridades en la escuela anunciaron el
gran suceso: "Fidel se cartea con el presidente de los Estados
Unidos".
Roosevelt había respondido mi carta. Eso creíamos. Lo que llegó
fue realmente una comunicación de la embajada informando que la
habían recibido, dando las gracias. ¡Qué gran hombre, ya teníamos un
amigo: el presidente de los Estados Unidos! A pesar de todo lo que
aprendí después, y tal vez por ello, pienso que Franklin Delano
Roosevelt, quien luchó contra la adversidad personal y adoptó una
posición correcta frente al fascismo, no era capaz de ordenar el
asesinato de un adversario, y por lo que se conoce de él, es muy
probable que no hubiese lanzado las bombas atómicas contra dos
ciudades indefensas de Japón ni desatado la Guerra Fría, dos hechos
absolutamente innecesarios y torpes.
En aquel colegio de la rancia burguesía en la provincia mayor y
más oriental de Cuba, había más rigor académico y disciplina que en
La Salle. Eran jesuitas, casi en su totalidad de origen español,
ungidos como sacerdotes en una etapa avanzada de su formación, en la
que debían ejercer como miembros de la Orden en alguna tarea o
responsabilidad. El prefecto de la escuela era el Padre García, un
hombre recto, pero amable y accesible que compartía con los alumnos.
Mis vacaciones, mientras transité desde el primer grado de
primaria hasta el último de bachillerato, fueron siempre en Birán,
zona de llanos, mesetas y alturas de hasta casi 1 000 metros,
bosques naturales, pinares, corrientes y pozas de agua; allí conocí
de cerca la naturaleza, y fui libre de los controles que me imponían
en las escuelas, las casas de las familias donde me alojé en
Santiago o en la mía de Birán; aunque siempre defendido por mi madre
y con la tutela tolerante de mi padre, a medida que era ya
estudiante con más de seis grados, y por ello disfrutaba de
creciente prestigio en la familia.
Pero este no es el lugar para hablar del tema, solo el mínimo
indispensable para comprender el asunto que abordo en este libro.
Del Colegio Dolores, yo mismo tomé la decisión de trasladarme al
Colegio Belén, en la capital de Cuba. Allí, a la inversa de lo que
ocurrió en el Colegio La Salle de Santiago de Cuba, el responsable
más directo de los alumnos internos —más de 100—, el Padre Llorente,
no era una persona autoritaria, y lejos de ser un enemigo se
convirtió en un amigo. Español de nacimiento, como casi todos los
jesuitas de aquel colegio, estaba en la etapa previa a la
investidura como sacerdote. Un hermano suyo, mayor que él, ejercía
el sacerdocio entre los esquimales de Alaska, y bajo el título de
En el país de los eternos hielos, escribía narraciones sobre la
vida, las costumbres y las actividades de aquel pueblo indoamericano
en una naturaleza virgen, que a los alumnos nos llenaba de asombro.
Llorente había sido sanitario en la Guerra Civil Española; él
contaba la dramática historia de los prisioneros fusilados al
concluir aquella contienda. Su tarea, junto a otros que hacían la
misma función, era certificar que estaban muertos antes de proceder
a darles sepultura. El Padre Llorente no hablaba de política, ni
recuerdo haberlo escuchado nunca opinar sobre el tema. Era un
jesuita orgulloso de su orden religiosa. Estimulaba las actividades
que ponían a prueba el espíritu de sacrificio y el carácter de sus
alumnos. Ambos estuvimos planificando una cacería de cocodrilos en
la Ciénaga de Zapata, donde había miles de ellos; y en 1945, durante
las últimas vacaciones de verano, organizamos un plan para escalar
el Turquino. La goleta que debía llevarnos por mar, desde Santiago
de Cuba hasta Ocujal, no pudo arrancar en toda la noche y no había
otro camino. Hubo que suspender el plan. Recuerdo que llevaba una de
las escopetas automáticas calibre 12 que tomé de mi casa. ¡Cómo me
habría ayudado más tarde aquella excursión cuando me convertí en
combatiente guerrillero, cuyo reducto principal radicaba
precisamente en esa zona!
Al graduarme de bachiller en Letras, a los 18 años, era
deportista, explorador, escalador de montañas, bastante aficionado a
las armas —cuyo uso aprendí con las de mi padre—, y buen estudiante
de las materias impartidas en el colegio donde estudiaba.
Me designaron el mejor atleta de la escuela el año que me gradué,
y jefe de los exploradores con el más alto grado otorgado allí. Mi
madre se sintió complacida con los aplausos de todos los asistentes
aquella noche de la graduación. Por primera vez en su vida se había
confeccionado un traje de gala para ir a una ceremonia. Ella fue una
de las personas que más me ayudó en el propósito de estudiar.
En el anuario de la escuela, correspondiente al curso en que me
gradué, aparece una foto mía con las siguientes palabras:
Fidel Castro (1942-1945). Se distinguió en todas las asignaturas
relacionadas con las letras. Excelencia y congregante, fue un
verdadero atleta, defendiendo siempre con valor y orgullo la bandera
del colegio. Ha sabido ganarse la admiración y el cariño de todos.
Cursará la carrera de Derecho y no dudamos que llenará con páginas
brillantes el libro de su vida. Fidel tiene madera y no faltará el
artista.
En realidad, debo decir que yo era mejor en Matemática que en
Gramática. La encontraba más lógica, más exacta. Estudié Derecho
porque discutía mucho, y todos afirmaban que yo iba a ser abogado.
No tuve orientación vocacional.
El hecho real es que las escuelas de élite lanzaban a la calle
oleadas de bachilleres carentes de conocimientos políticos
elementales. Sobre un tema fundamental como la historia de la
humanidad, nos narraban en primer lugar las consabidas aventuras
bélicas de nuestra especie, desde la época de los persas hasta la
Segunda Guerra Mundial, historias que tanto cautivan a niños y
jóvenes varones.
El negocio de la producción y venta de juguetes de guerra hoy día
es casi tan grande como el comercio de armas. Del sistema social que
conduce a tales locuras y a las propias guerras no se nos enseñó una
palabra.
Nos ilustraban sobre la historia de Grecia y Roma, pero
civilizaciones tan antiguas como las de India y China, apenas se
mencionaban, como no fuese para contarnos las aventuras bélicas de
Alejandro Magno y los viajes de Marco Polo. Sin ambos países, hoy
resulta imposible escribir la historia. No podría siquiera soñarse
que nos hablaran entonces de las civilizaciones maya y aimara-quechua,
del colonialismo y del imperialismo.
Cuando me gradué de bachiller en Letras, no existía más que una
universidad, la de La Habana, a ella íbamos a parar los estudiantes
con nuestra ausencia de conocimientos políticos. Salvo excepciones,
casi todos los alumnos procedían de familias de la pequeña
burguesía, que afanosamente deseaban mejor destino para sus hijos.
Pocos pertenecían a la clase alta, y casi ninguno a los sectores
pobres de la sociedad. Muchos de los de familia pudiente realizaban
sus estudios superiores en los Estados Unidos, si es que no lo
hacían desde el bachillerato. No se trataba de culpabilidades
individuales, era una herencia de clase. La incorporación de la gran
mayoría de los estudiantes universitarios a la Revolución en Cuba,
es una prueba del valor de la educación y la conciencia en el ser
humano.
Quizás algunas cosas de las hasta aquí referidas ayuden a
comprender lo que vino después.
No asistí a la universidad desde el primer día, pues rechazaba
las humillantes prácticas de las llamadas novatadas, consistentes en
rapar a la fuerza a los recién llegados. Pedí que me pelaran bien
bajito para identificarme como alumno nuevo.
Después de resolver el complejo problema del alojamiento, me fui
al estadio universitario, buscando cómo incorporarme a los deportes.
Había básquet, pelota, campo y pista, todo lo que me gustaba.
Trabajo me costó liberarme del compromiso con el manager de básquet
de Belén. Hacía tiempo había acordado proseguir como discípulo suyo
en ese deporte, pero él era entrenador de un club aristocrático. Le
expliqué que no podía ser estudiante de la universidad y jugar en
otro equipo contra esta. No entendió y rompí con él. Comencé a
entrenar en el equipo universitario de básquet. También la escuela
reclamó que jugara pelota por mi facultad y le dije que sí.
Los líderes de la facultad de Derecho solicitaron que fuera
candidato a delegado por una asignatura, y no tuve objeción.
Me veía obligado a realizar muchas cosas en un día, y residía en
un reparto distante, donde Lidia, la hermana mayor por parte de
padre, siempre atenta y afectuosa con nosotros, decidió vivir al
trasladarse de Santiago de Cuba a La Habana cuando inicié mis
estudios universitarios.
Un día descubrí que no me alcanzaba el tiempo ni para respirar.
Sacrifiqué los deportes y decidí cumplir la tarea que me solicitaron
los líderes de la escuela. Luché duro por obtener la representación,
como delegado, de la asignatura de Antropología, lo cual requería
especial esfuerzo. En la tarea me enfrentaba a un antiguo cuadro,
para quien un cargo en la dirección de la escuela significaba una
profesión política. Así comenzó mi actividad en esa esfera.
No había imaginado hasta qué punto la politiquería, la simulación
y las mentiras prevalecían en nuestro país. Pero no lo supe desde el
primer día. Cuando se realizó la elección, obtuve más de cinco votos
por cada uno del adversario, y pude contribuir así al triunfo de los
candidatos de nuestra tendencia en otras asignaturas. Fue de esa
forma como, en pocos meses, por el número de votos obtenidos, me
convertí en el representante de los estudiantes del primer curso, en
una de las escuelas más numerosas de la Universidad de La Habana.
Ello me otorgó determinada importancia, pero era muy pronto. No
tenía siquiera idea de los intereses que se movían alrededor de
aquella Universidad.
A medida que me familiarizaba con ella, iba conociendo también su
rica historia. Había sido una de las primeras fundadas en la época
de las colonias. Las ilustres personalidades de la cultura y la
ciencia eran recordadas en figuras de bronce y mármol a las que se
rendía tributo, o al bautizar con sus nombres las plazas, edificios
e instituciones universitarias.
Especial admiración se sentía por los ocho estudiantes de
Medicina, fusilados el 27 de noviembre de 1871 por los voluntarios
españoles, al ser acusados de profanar la tumba de un periodista
reaccionario que servía al régimen colonial, un hecho que según se
comprobó después, ni siquiera ocurrió.
Junto a mi escuela, un pequeño parque llamado Lídice —aldea
checoslovaca donde los nazis perpetraron una atroz matanza—, añadía
elementos de internacionalismo.
Los nombres de Martí, Maceo, Céspedes, Agramonte y otros,
aparecían por todas partes y suscitaban la admiración y el interés
de muchos de nosotros, sin que importara su origen social. No era la
atmósfera que se respiraba en la escuela privada de élite donde
estudié el bachillerato, cuyos profesores procedían y se educaban en
España, donde se engendró parte importante de nuestra cultura, pero
también la esclavitud y el coloniaje.
En esa etapa, después de las elecciones del 44, el país era
presidido por un profesor de Fisiología, que emergió de la
universidad en los años 30, cuando en medio de la gran crisis
económica mundial, fue derrocada la tiranía de Machado, y se creó,
por breves meses, un gobierno provisional revolucionario. En aquel
proceso, dentro del marco de una independencia limitada por la
Enmienda Platt, los estudiantes, junto a la combativa clase obrera
cubana y el pueblo en general, desempeñaron un papel fundamental. El
profesor de Fisiología, Ramón Grau San Martín, fue designado
presidente del gobierno en 1933. Un joven revolucionario
antimperialista, Antonio Guiteras, representante de otras fuerzas
populares, designado ministro de Gobernación, fue la figura más
destacada de aquellos meses, por las medidas valientes y
antimperialistas que adoptó.
Fulgencio Batista, procedente del sector militar revolucionario
de los sargentos y soldados profesionales, ascendido a jefe del
Ejército, captado más tarde por los sectores reaccionarios y la
propia embajada de los Estados Unidos, derrocó aquel gobierno
radical que duró apenas 100 días.
En la caída de Gerardo Machado había sido decisiva la clase
obrera. La huelga general revolucionaria, organizada
fundamentalmente por el pequeño partido de los comunistas, bajo la
dirección brillante y vibrante del poeta revolucionario Rubén
Martínez Villena, inició la batalla por el derrocamiento de la
tiranía de Machado. Conviene recordarlo porque la idea de una huelga
general revolucionaria estuvo asociada a nuestra posterior lucha,
desde el ataque al cuartel Moncada. Fue el arma fundamental
utilizada tras la ofensiva final exitosa del Ejército Rebelde, que
lo condujo a la victoria total del pueblo el 1ro. de enero de 1959.
En los años 40 había emergido con fuerza el anticomunismo, la
siembra de reflejos y el control de las mentes a través de los
medios de comunicación masiva. Se habían creado las bases para el
dominio militar y político del mundo. Muy poco quedaba ya en nuestra
alta casa de estudios del espíritu revolucionario de los años 30.
El partido creado por el profesor, que lo llevó a la presidencia
en virtud de pasadas glorias, tomó el nombre que utilizó Martí para
organizar la última Guerra de Independencia: Partido Revolucionario
Cubano, al que añadieron el calificativo de "Auténtico".
Cuando los escándalos comenzaron a estallar por todas partes, un
senador prestigioso de ese mismo partido, Eduardo Chibás, encabezó
la denuncia al gobierno. Era de cuna rica, pero incuestionablemente
honrado, algo no habitual en los partidos tradicionales de Cuba.
Disponía de media hora cada domingo, a las 8:00 de la noche, en la
emisora radial más oída de toda la nación. Fue el primer caso en
nuestra patria de la promoción inusitada que podía significar ese
medio de divulgación masiva. Se conocía su nombre en todos los
rincones del país. No existía todavía en Cuba la televisión. De ese
modo, a pesar del analfabetismo reinante, surgió un movimiento
político de potencial masividad entre los trabajadores de la ciudad
y el campo, los profesionales y la pequeña burguesía.
Entre los obreros industriales más avanzados e intelectuales
destacados, las ideas marxistas se abrían paso con más facilidad.
Rubén Martínez Villena murió joven, víctima de la tuberculosis, poco
tiempo después de su más gloriosa obra, el derrocamiento de la
tiranía machadista. Quedaron sus poemas, que continúan recordándose
y repitiéndose. Pero los prejuicios anticomunistas, emanados siempre
de los sectores privilegiados y dominantes de la sociedad cubana,
continuaron multiplicándose, desde los días brillantes en que Julio
Antonio Mella creó la FEU (Federación Estudiantil Universitaria), y
junto a Baliño —compañero de José Martí en su lucha por la
independencia— fundó el primer Partido Comunista de Cuba.
El gobierno corrupto de Grau San Martín era caótico,
irresponsable, cínico. Le interesaba controlar la universidad y los
escasos institutos públicos donde se estudiaba el bachillerato. Su
instrumento fundamental no era la represión, sino la corrupción. La
universidad dependía de los fondos del Estado.
Un sujeto sin escrúpulo resultó designado ministro de Educación.
Muchos millones de dólares fueron malversados. Nada parecido a un
programa de alfabetización se llevó a cabo.
La reforma agraria y otras medidas promulgadas por la
Constitución de 1940 pasaron al olvido. Batista se había marchado
del país repleto de dinero para residir en la Florida. Dejó en Cuba
a las Fuerzas Armadas llenas de ascensos y privilegios, y a un
número no desdeñable de seguidores directamente beneficiados con
cargos de elección en el Congreso, los municipios, y empleos en el
aparato burocrático de instituciones sociales y empresas privadas.
Lo peor de todo fue el lastre pseudorrevolucionario que llegó al
poder en Cuba junto con Grau San Martín. Eran gente que de una u
otra forma habían sido antimachadistas y antibatistianos. Se
consideraban, por tanto, revolucionarios. Al peor grupo de estos le
asignaron cargos importantes en la policía represiva, como el Buró
de Investigaciones, la Secreta, la Motorizada y otros cuerpos de esa
institución. Se mantuvieron los tribunales de urgencia, con la
facultad de arrestar a un ciudadano sin derecho alguno a la libertad
provisional. En fin, todo el aparato represivo de Batista permaneció
inalterable.
Con distintos nombres surgieron una serie de organizaciones
formadas por personas que tuvieron relaciones con Guiteras y otros
prestigiosos líderes de la lucha contra Machado y Batista. En las
filas de aquella pseudorrevolución existían personas serias y
valientes, consideradas a sí mismas como revolucionarias, una idea y
un título que siempre atrajeron en Cuba a los jóvenes. Los órganos
de prensa les asignaban con todo rigor ese calificativo, cuando en
realidad lo transcurrido era una dramática etapa de revolución
frustrada. No había programa social serio, y menos aún objetivos que
condujeran a la independencia del país. El único programa
verdaderamente revolucionario y antimperialista era el del partido
fundado por Mella y Baliño, y luego dirigido por Rubén Martínez
Villena. Este joven y valioso líder, lleno de pasión, proclamó en un
poema: "Hace falta una carga para matar bribones, /para acabar la
obra de las revoluciones (¼ )". Pero el
Partido Comunista de Cuba estaba aislado.
Entre los muchos miles de estudiantes de la universidad que
conocí, el número de antimperialistas conscientes y comunistas
militantes no pasaban de 50 ó 60, del total de matriculados, que
ascendían a más de 12 000. Yo mismo, un entusiasta de las protestas
contra aquel gobierno, me sentía impulsado por otros valores que más
adelante comprendí que estaban todavía distantes de la conciencia
revolucionaria que adquirí después.
Eran miles los estudiantes que repudiaban la corrupción reinante,
los abusos de poder y los males de la sociedad. Muy pocos
pertenecían a la alta burguesía. Las veces que tuvimos necesidad de
salir a la calle, no vacilaron en hacerlo.
Nuestra universidad sostenía relaciones con los exilados
dominicanos en lucha contra Trujillo, con quienes se solidarizaba
plenamente. También los puertorriqueños que demandaban la
independencia, bajo la dirección de Pedro Albizu Campos, contaban
con su apoyo. Eran elementos de una conciencia internacionalista
presentes entre nuestros jóvenes, y que también me movían entonces a
mí, a quien habían asignado la presidencia del Comité Pro Democracia
Dominicana y el Comité Pro Independencia de Puerto Rico.
Una etapa de mis estudios universitarios ayudaría a comprender lo
que allí viví. Cuando inicié el segundo año de la carrera, en 1946,
conocía mucho más de nuestra universidad y nuestro país. Nadie tuvo
que invitarme a participar en las elecciones de la escuela de
Derecho. Yo mismo persuadí a un estudiante activo e inteligente,
Baudilio Castellanos, que iniciaba su carrera, para que se postulara
por la misma asignatura que yo lo había hecho el año anterior. Lo
conocía bien porque éramos de la misma zona oriental; él había
estudiado el bachillerato en una escuela regida por religiosos
protestantes. Su padre era farmacéutico en el pequeño poblado del
central Marcané, propiedad de una transnacional norteamericana, a
cuatro kilómetros de mi casa en Birán.
Seleccionamos entre los estudiantes del primer curso a los más
activos y entusiastas para integrar la candidatura. Contaba con el
apoyo total del segundo curso, donde los adversarios ni siquiera
pudieron nuclear alumnos suficientes para formar una candidatura
contra mí. Aplicamos la misma línea del año anterior y, en las
elecciones, nuestra tendencia obtuvo una aplastante victoria.
Contábamos ya con amplia mayoría entre los estudiantes de la escuela
de Derecho, y podíamos decidir quién sería el presidente de los
estudiantes de la facultad, una de las más numerosas de la
Universidad de La Habana. Los del quinto y último año no eran
muchos, los del cuarto se correspondían con el año en que el
bachillerato se elevó de cuatro a cinco años, y eran muy pocos los
que habían ingresado en ese curso. No teníamos la mayoría de los
delegados, pero sí la inmensa mayoría de los estudiantes.
En ese tiempo entramos en contacto con el Partido Ortodoxo y,
también, con militantes de la Juventud Comunista, como Raúl Valdés
Vivó, Alfredo Guevara y otros. Conocí a Flavio Bravo, una persona
inteligente y capaz, que dirigía a la Juventud Comunista de Cuba.
Pude dejar las cosas como estaban y esperar un año más. Al fin y
al cabo mis relaciones no eran malas con los delegados de los cursos
superiores, políticamente neutros. Pero pudo más en mí el espíritu
competitivo y quizás la autosuficiencia y la vanidad que suele
acompañar a muchos jóvenes, aún en nuestra época.
Esto no significa que yo habría tenido una nueva oportunidad para
esperar un tercer curso normal. Los compromisos ya contraídos me
llevaron por otros caminos. Pero antes debo señalar que viví los
mayores peligros de perder la vida con apenas 20 años, sin provecho
alguno para la causa verdaderamente noble que descubrí después.
De hecho, nuestra actividad y fuerza llamaron prematuramente la
atención de los dueños de la única universidad del país. Nuestro
alto centro de estudios había adquirido especial importancia por su
raíz histórica y su papel dentro de la república disminuida, que
nació de la imposición de la Enmienda Platt a la nación cubana
cuando se liberó de España. La nueva presidencia de la Federación de
Estudiantes Universitarios estaba por decidirse, ya que el anterior
presidente había pasado a ocupar un alto cargo en el gobierno de
Grau.
Dado mi carácter rebelde, le hice frente al poderoso grupo que
controlaba la universidad. Así pasaron días, en realidad semanas,
sin otra compañía que la solidaridad de mis compañeros de primero y
segundo cursos de la escuela de Derecho. Hubo ocasiones en que salí
de la universidad escoltado por grupos de estudiantes que se
apretaban alrededor de mí. Pero yo, a pesar de eso, iba todos los
días a las clases y las actividades, hasta que un día declararon que
no me permitirían entrar más a ese recinto.
He contado alguna vez que, al día siguiente, un domingo, me fui a
una playa con la novia, y acostado boca abajo lloré porque estaba
decidido a desafiar aquella prohibición, y comprendía lo que ello
significaba. Sabía que el enemigo había llegado al límite de su
tolerancia. En mi mente quijotesca no cabía otra alternativa que
desafiar la amenaza. Podía obtener un arma, y la llevaría conmigo.
Un amigo militante del Partido Ortodoxo, al que conocí porque le
gustaban los deportes y visitaba con frecuencia la universidad, me
contaba las experiencias del enfrentamiento a las dictaduras de
Machado y Batista, conversaba mucho conmigo, y conocía nuestras
luchas, al tener noticias de la situación creada, y la decisión
adoptada por mí, movió cielo y tierra para evitar lo peor.
Después de esto tuvieron lugar innumerables sucesos que he
narrado en distintas oportunidades, y no deseo añadir a lo que aquí
expongo, ya de por sí extenso; pero siento la necesidad de expresar
que desde entonces estuve decidido a todo y empuñé un arma. Las
experiencias de mi vida universitaria me sirvieron para la larga y
difícil lucha que emprendería poco tiempo después como martiano y
revolucionario cubano. Mi pensamiento maduró aceleradamente. Apenas
transcurridos tres años de mi graduación, asaltaba con mis
compañeros de ideal la segunda plaza militar del país. Fue el
reinicio de la insurrección armada del pueblo de Cuba por su plena
independencia y por la república de justicia soñada por nuestro
Héroe Nacional José Martí.
Tras el triunfo del 1ro. de enero, conocidos e incansables
historiadores, encabezados por Pedro Álvarez Tabío, y gracias a la
iniciativa de Celia Sánchez, que estuvo presente y cumplió
importantes misiones en la defensa de aquel baluarte revolucionario,
recorrieron cada rincón de la Sierra Maestra, donde se desarrollaron
los acontecimientos, y recogieron información fresca de las personas
en cada vivienda y lugar donde estuvimos, archivando datos sin los
cuales nadie y, por supuesto, tampoco yo, podría responsabilizarse
con cada detalle que da total veracidad a lo que aquí expongo.
Por otro lado, solo alguien que fuera conductor y jefe de aquella
fuerza de combatientes bisoños podría responsabilizarse con una
historia rigurosa de los acontecimientos en los 74 días de combate,
en que desesperadamente los revolucionarios logramos destrozar los
planes de las Fuerzas Armadas de entonces, asesoradas y equipadas
por los Estados Unidos, y convertimos lo imposible en posible. No
existe otra forma de honrar a los caídos en aquella gesta. De una
contienda así no teníamos antecedentes en nuestra patria. Las
gloriosas luchas por la independencia habían concluido casi medio
siglo antes. Las armas, las comunicaciones, eran todas muy
diferentes en otra época; no existían los tanques, los aviones, las
bombas de hasta 500 kilogramos de TNT. Fue necesario comenzar de
cero. Disponía ya desde que me gradué de bachiller, y a pesar de mi
origen, de una concepción marxista-leninista de nuestra sociedad y
una convicción profunda de la justicia.
De la excelente prosa del historiador Álvarez Tabío recogí lo
mejor y depuré lo innecesario. El cartógrafo Otto Hernández Garcini,
expertos militares y diseñadores elaboraron, por su parte, los mapas
que contiene este libro, donde tales planos se requerían para el
análisis del tema por los profesionales de las armas. Aún faltaría
por explicar cómo, después de la última ofensiva enemiga que quebró
el espinazo de la tiranía, al decir del Che, de la Sierra Maestra
trasladamos al llano nuestras concepciones de lucha, y en solo cinco
meses destrozamos la fuerza total de 100 000 hombres armados que
defendían al régimen y les ocupamos todas las armas.
Este libro, La Victoria Estratégica, es el preámbulo de
ese otro, aún sin escribir, sobre la rápida y contundente
contraofensiva rebelde que nos llevó a las puertas de Santiago de
Cuba y al triunfo definitivo.