Invierno

PEDRO DE LA HOZ
pedro.hg@granma.cip.cu

En la programación de verano, los teledramas se han convertido en la única propuesta novedosa de la producción dramática nacional. Sea dicho lo de novedad en un doble sentido: en su calidad de estrenos y en el despliegue de recursos audiovisuales no habituales en la mayoría de las series y telenovelas de reciente factura. Si se exceptúa a la inquietante Diana, de Rudy Mora —retransmitida apenas un año después de su salida al aire—, y ciertas aventuras formales de Tras la huella, el único resquicio para dinamitar tópicos narrativos y problematizar la imagen se sitúa en esa zona de la producción que ocupa un espacio en pantalla al final de la noche de los domingos por Cubavisión.

Esto, por supuesto, contribuye a oxigenar los códigos de la estética televisual, aunque implique riesgos y genere inconformidades en un sector de espectadores acostumbrados a las convenciones reforzadas día a día por la programación habitual. Y permite el acceso al medio de jóvenes realizadores que de otro modo dilatarían su toma de posesión detrás de las cámaras.

En tal sentido resultó alentador saber que en la más reciente de esas historias dominicales se dieron la mano una guionista y una directora que se hallan en la etapa de acumular experiencias: una, Yamila Suárez, vinculada al quehacer fílmico desde mediados de esta década, con un muy plausible resultado, junto a Ernesto Fiallo, en el documental Ay, mi amor, sobre el memorable actor Adolfo Llauradó; la otra, Yaíma Pardo, quien el año pasado sorprendió a muchos por el aliento poético con que trabajó tres cuentos del norteamericano Ray Bradbury.

Invierno se tituló la entrega que comentamos. El manejo de la fotografía —territorio en el que ejerció su dominio Ana María González— y la banda sonora encargada a M Alfonso crearon una atmósfera muy sugerente. La concepción poliédrica para engarzar esos sonidos e imágenes al transcurso de la trama tuvo los ingredientes necesarios para atrapar a los espectadores. La carga enigmática de la interpretación de Blanca Rosa Blanco, apoyada por un elenco solvente en el que figuraron, entre otros, Jorge Martínez, Jorge Fercadaz, Adria Santana y Pablo Menéndez, fue una carta premiada.

Pero al final del cuento uno llega a preguntarse cuál era el sentido de todo ese ejercicio de evocadoras secuencias, penetrantes imágenes y tensiones dinámicas dosificadas a lo largo de la exposición, en la que, por cierto, no faltaron momentos con escenas eróticas desinhibidas, una realmente justificada y otra, la de los adolescentes, absolutamente gratuita.

¿Acaso una fábula sobre el triunfo del amor sobre la locura? ¿Una parábola acerca de la necesidad de comprender, antes de criticar, las perturbaciones psíquicas? Puede ser. Pero la exasperante apelación a la racionalidad en la explicación del trauma de origen —demasiado escamoteado y truculento a la vez como para asimilarlo—, nada tenía que ver con la densidad meridiana del lenguaje. Quizá hubiese sido más coherente dejar que el Hyde que cada invierno se desataba en la conducta de la protagonista alzara vuelo sin el menor atisbo de pedantería psicologista. Y sin que la renuncia del fiel enamorado a un viaje consagratorio a un festival internacional de música actuara como deus ex machina en el desencadenamiento del conflicto.

Nada de esto, sin embargo, hizo perder el interés ante Invierno. Otros teledramas vendrán; Suárez y pardo nos sorprenderán. Vivir para ver.

 

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