En la programación de verano, los teledramas se han convertido en
la única propuesta novedosa de la producción dramática nacional. Sea
dicho lo de novedad en un doble sentido: en su calidad de estrenos y
en el despliegue de recursos audiovisuales no habituales en la
mayoría de las series y telenovelas de reciente factura. Si se
exceptúa a la inquietante Diana, de Rudy Mora —retransmitida
apenas un año después de su salida al aire—, y ciertas aventuras
formales de Tras la huella, el único resquicio para dinamitar
tópicos narrativos y problematizar la imagen se sitúa en esa zona de
la producción que ocupa un espacio en pantalla al final de la noche
de los domingos por Cubavisión.
Esto, por supuesto, contribuye a oxigenar los códigos de la
estética televisual, aunque implique riesgos y genere
inconformidades en un sector de espectadores acostumbrados a las
convenciones reforzadas día a día por la programación habitual. Y
permite el acceso al medio de jóvenes realizadores que de otro modo
dilatarían su toma de posesión detrás de las cámaras.
En tal sentido resultó alentador saber que en la más reciente de
esas historias dominicales se dieron la mano una guionista y una
directora que se hallan en la etapa de acumular experiencias: una,
Yamila Suárez, vinculada al quehacer fílmico desde mediados de esta
década, con un muy plausible resultado, junto a Ernesto Fiallo, en
el documental Ay, mi amor, sobre el memorable actor Adolfo
Llauradó; la otra, Yaíma Pardo, quien el año pasado sorprendió a
muchos por el aliento poético con que trabajó tres cuentos del
norteamericano Ray Bradbury.
Invierno se tituló la entrega que comentamos. El manejo de la
fotografía —territorio en el que ejerció su dominio Ana María
González— y la banda sonora encargada a M Alfonso crearon una
atmósfera muy sugerente. La concepción poliédrica para engarzar esos
sonidos e imágenes al transcurso de la trama tuvo los ingredientes
necesarios para atrapar a los espectadores. La carga enigmática de
la interpretación de Blanca Rosa Blanco, apoyada por un elenco
solvente en el que figuraron, entre otros, Jorge Martínez, Jorge
Fercadaz, Adria Santana y Pablo Menéndez, fue una carta premiada.
Pero al final del cuento uno llega a preguntarse cuál era el
sentido de todo ese ejercicio de evocadoras secuencias, penetrantes
imágenes y tensiones dinámicas dosificadas a lo largo de la
exposición, en la que, por cierto, no faltaron momentos con escenas
eróticas desinhibidas, una realmente justificada y otra, la de los
adolescentes, absolutamente gratuita.
¿Acaso una fábula sobre el triunfo del amor sobre la locura? ¿Una
parábola acerca de la necesidad de comprender, antes de criticar,
las perturbaciones psíquicas? Puede ser. Pero la exasperante
apelación a la racionalidad en la explicación del trauma de origen
—demasiado escamoteado y truculento a la vez como para asimilarlo—,
nada tenía que ver con la densidad meridiana del lenguaje. Quizá
hubiese sido más coherente dejar que el Hyde que cada invierno se
desataba en la conducta de la protagonista alzara vuelo sin el menor
atisbo de pedantería psicologista. Y sin que la renuncia del fiel
enamorado a un viaje consagratorio a un festival internacional de
música actuara como deus ex machina en el desencadenamiento
del conflicto.
Nada de esto, sin embargo, hizo perder el interés ante
Invierno. Otros teledramas vendrán; Suárez y pardo nos
sorprenderán. Vivir para ver.