Vistos
a vuelo de pájaro, ni la personalidad ni el estilo de Virgilio
Piñera parecen aspirar a nada. Mucho se ha dicho acerca de su vida,
y mucho también sobre su literatura, en la que el lenguaje puede ser
tan raso, que parece hijo del maltrato. El asombro podría sobrevenir
cuando nos demos cuenta de que ese alarde de rudeza —o más bien de
desaliño—, es precisamente eso: alarde y, por lo tanto, obra de un
maestro. Narrador, poeta, polemista incansable y quizás más
visiblemente, dramaturgo, Virgilio Piñera nació en Cárdenas,
Matanzas, el 4 de agosto de 1912 y murió en La Habana el 18 de
octubre de 1979. En ese lapso gestó una obra a la que —ahora sí— le
sienta muy bien el epíteto de imperecedera. Una literatura a ras del
suelo, que sin embargo, lo pone todo patas arriba.
Es cierto que en esa producción, que incluye poemas en los que
parece que se reflexiona teniendo como brújula la conciencia, el
temor y la burla, y cuentos en los que junto al absurdo se mece lo
grotesco, se destaca de un modo particular el teatro. Agrupadas de
golpe, esa veintena de piezas de su Teatro completo nos
coloca ante una inquietante disyuntiva: sabemos que hay allí obras
menores, y otras de un alcance descomunal, pero, ¿cuál de las más
acreditadas nos llevaríamos a la consabida isla desierta? Desde unas
paradojas singulares hasta un realismo cuya eficacia parte a veces
de lo banal, sustentan el teatro de Piñera, un maldito capaz de
renovarse hasta en el silencio. En efecto, si merecida fama le han
dado al cardenense las puestas no tan abundantes de Aire frío
y de Electra Garrigó, no pocos saben de la conmoción que es
capaz de producir la simple lectura de El no, o de El
álbum. Pero dispénsese a este redactor. ¿O es que alguna lectura
puede ser simple? Rine Leal, prologuista del Teatro completo
de Virgilio Piñera (editorial Letras Cubanas, 2006), recuerda una
escaramuza provocada por el estreno de Electra Garrigó.
Corría el ahora lejano año de 1948, y ante lo que se le antojó una
insolencia del dramaturgo, un espectador abandonó la sala
exclamando: ¡Esto es un escupitajo al Olimpo! Condenaba el
desafortunado la forma en que Virgilio vinculaba lo cubano con los
grandes hitos del teatro griego, y se prohibía, con aquella condena,
calar en los sorprendentes modos de quien sería nuestro más
importante dramaturgo.
En lo que ya han sido consideradas las vísperas del centenario
del autor, las editoriales cubanas se aprestan a la publicación de
la totalidad de sus textos conocidos, en las futuras Ediciones del
Centenario. De igual manera se convocará a casi todos los géneros
artísticos al homenaje, a cuyo fin será creada una comisión de
alcance nacional. Si, como aseveró allá por 1918 un soberbio poeta
ruso, las llamadas literaturas occidentales pudieran ser recorridas
a saltos entre unos pocos nombres notables, en las letras de esta
isla uno de esos jalones llevaría las iniciales de Virgilio Piñera,
alguien que —por soberbia, por desdén o por otros misterios— nunca
pareció estar a la altura de su propia obra.