La primera y la última imagen que rescata en su mente no puede
ser otra que la de Ernesto Guevara, a quien conoció una noche de
"luz intensa de luna llena y un silencio de sepulcro", en la
Guatemala amenazada de Jacobo Arbenz. Por aquellos años de golpes
militares y oposición popular, exiliados de todo el mundo tocaron a
la puerta de este país centroamericano:
"Era el 24 de junio de 1954 y acababa de pasar un bombardeo
terrible por la ciudad de Guatemala. El Che llegó a la casa de la
brigada juvenil Augusto César Sandino, de la cual yo era el jefe,
con una carta de una comunista chilena. Preguntaba por Edelberto
Torres, también exiliado nicaragüense e hijo de un prestigioso
luchador antisomocista.
"Como Edelberto se encontraba en una reunión del Partido, yo le
digo que se quede a esperarlo. Alrededor de las dos de la madrugada,
cuando ve el movimiento del cambio de guardia, me pide participar en
el relevo. Yo no sabía quién era realmente, y la responsabilidad de
depositar semejante tarea en un extraño me hizo vacilar, pero la
carta que llevaba terminó por convencerme.
"Sin mucha ceremonia, porque en tiempo de guerra todo apura, le
entregué una carabina checa del oficial de posta saliente, que
casualmente no era guatemalteco, sino el cubano Jorge Risquet
Valdés. ¿Y esto cómo se maneja?, fue la exclamación que lanzó cuando
la tuvo en sus manos. En medio de la oscuridad y de la prisa, fui yo
quien le impartió algunas lecciones imprescindibles sobre su
manipulación".
—En aquel encuentro con el Che, usted no solo conoció al
revolucionario que, voluntariamente, sin saber maniobrar un arma, se
arriesga a hacer guardia con ella. También descubrió al hombre
romántico, que amaba la poesía de Darío.
Sí, la noche en que nos encontramos, cuando le comenté que era
nicaragüense, se entusiasmó mucho, y me empezó a hablar de Rubén
Darío, de cuánto admiraba su obra, y de su deseo de dominar algún
día el pensamiento dariano. No fue más de una hora lo que hablamos,
pero en ese escaso tiempo pude constatar su enorme humanidad. Al día
siguiente nos despedimos y por un tiempo no lo volví a ver.
Cuando le dan el ultimátum a Arbenz, yo paso a la clandestinidad,
y el Partido Comunista me ordena contactar a todos los exiliados en
las embajadas. Vestido con un saco de yute y descalzo, aparentando
ser un carbonero, comienzo a recorrer las sedes diplomáticas, y me
encuentro al Che en la de Argentina. Rápidamente, hicimos los
arreglos para que pasara a la de México.
—¿Cómo llega un joven nicaragüense a dirigir una brigada
comunista en Guatemala?
El objetivo de los exilados nicaragüenses era prepararnos para
derrotar a Somoza, mientras contribuíamos a las justas democráticas
de otros pueblos. Primero, estuvimos recibiendo entrenamiento
militar en Costa Rica, pero las presiones de la CIA y la OEA nos
obligaron a salir de allá, rumbo a Guatemala, a finales de 1948.
Casualmente, fue un avión cubano el que nos trasladó.
Enseguida hago contacto con las fuerzas comunistas de este país;
incluso, participo en el Congreso fundacional de su partido. La vida
militante en Guatemala me fue moldeando: hice muchas lecturas,
estudié el marxismo, comprendí la esencia del imperialismo y de la
lucha de clases.
Mi implicación con esta nación se hizo grande, pero nunca perdí
de vista que mi verdadera causa me esperaba en Nicaragua.
—También por este tiempo conoce de las semejanzas entre las
dictaduras que oprimen a los pueblos cubano y nicaragüense, ¿cómo
fue el primer encuentro con la dirigencia de nuestra Revolución?
Por aquel entonces, el Partido Comunista guatemalteco nos da la
tarea de recoger firmas en apoyo a un llamamiento de Estocolmo, para
hacer un congreso por la paz. A quien más firmas recogiera, se le
premiaría con un viaje a la Conferencia Internacional por los
Derechos de la Juventud, en Viena. En menos de diez días, yo había
reunido 1 000 firmas, y allá me fui.
Un día, nos sentamos los nicaragüenses y los cubanos a
intercambiar experiencias sobre Somoza y Batista, y es ahí donde
conozco a Raúl Castro, quien expone su certeza de que a los tiranos
solo se les podía bajar a balazos.
Con el transcurso del tiempo, no dejé de mantenerme al tanto de
lo que pasaba en Cuba; para informarme, sintonizaba Radio Rebelde.
—¿Lo sorprende la noticia de que, a pocos meses del triunfo de
1959, el Che lo mande a buscar?
No, no me sorprendí, yo sabía que el Che conocía mis ideas y mi
trayectoria revolucionaria, y que por ambas cosas había pensado en
mí.
Al llegar a La Habana, después de una larga entrevista, me puse
el uniforme del Ejército Rebelde y comencé a trabajar como un
soldado en la Cabaña, a prepararme.
Meses después volví a Nicaragua con el objetivo de reimpulsar la
guerra, y es entonces cuando tenemos nuestro gran revés militar en
el Chaparral, el 24 de junio de 1959. El combate fue un infierno,
duró dos horas. Murieron nueve compañeros y 16 resultaron heridos,
entre ellos Carlos Fonseca, líder de nuestro proceso, quien aún sacó
fuerzas para gritar: ¡la juventud no se rinde!
Ahí caímos prisioneros y, por gestiones directas del presidente
hondureño, Ramón Villeda Morales —que, por cierto, era un gran
admirador del Che—, nos trasladaron al hospital cubano Calixto
García, donde le salvaron la vida a Carlos.
Cuando nos recuperamos, me sumé al regimiento Leoncio Vidal de
Santa Clara, con el comandante Armando Acosta. Más tarde, un grupo
de compañeros y yo pasamos a la Escuela de Artillería de Baracoa.
Por aquellos días, tenían lugar los alzamientos
contrarrevolucionarios en el Escambray, y nosotros ansiábamos
participar junto con los cubanos en su erradicación. El Che se lo
planteó a Fidel, y este le dijo "si ellos quieren ir, que vayan".
—Usted ha relatado que, en su postrer encuentro con el argentino
de la boina estrellada, no hubo un intercambio de palabras; sin
embargo, él no dejó de hablarle...
La última vez que vi al Che fue un mediodía de 1963, en la aduana
de París, y tuvimos un diálogo de corazones, de sentimientos. Él se
dirigía a una reunión, y yo iba clandestino hacia Nicaragua. En
Praga, abordé el mismo avión donde venía, pero no lo supe hasta que
nos bajamos en el aeropuerto. Él me miró con una seriedad que, para
los demás, pudo pasar por una expresión muda. Yo lo contemplé
fijamente. No pudimos cruzarnos palabras, pero nos transmitimos un
sinfín de emociones. Fue un instante muy conmovedor, de los que se
experimentan solo una vez en la vida.
—Alguna vez mencionó que en su andar por el mundo, nunca había
conocido a un hombre que, como él, reuniera tantas virtudes. ¿Qué
piensa ahora, cuando el trayecto por la vida se le ha alargado un
poco más?
Sostengo las mismas palabras de entonces. Hombres valientes,
honestos y de principios hay muchos, lo difícil es hallar todas esas
cualidades en una sola persona.
El Che fue tan trascendente para mí, que incluso me enseñó a no
temerle a la muerte. Próximo a regresar yo a Nicaragua para el
combate del Chaparral, le tendí la mano para despedirme y, tan
inesperada como una bala, llegó su pregunta:
—¿Y si te matan?—, me dijo.
—Habrá que llevar flores a mi tumba—, se me ocurrió responderle.
—Romero, debes pensar que la muerte es un tránsito hacia la
vida—, fue su breve lección.
Si en nuestro primer encuentro me tocó a mí darle instrucciones,
en aquella oportunidad, era él quien me develaba un conocimiento
esencial. Por eso hoy, aferrado a su enseñanza, y convencido de
haber hecho todo cuanto he podido, espero la muerte sin temores.
Concuerdo además con Sandino, otros guiarán nuestra causa hacia su
fin.