“Nosotros iremos hacia el sol de la libertad o hacia la muerte; y si morimos, nuestra causa seguirá viviendo. Otros nos seguirán.” Augusto César Sandino

Con el Che, entre lecciones de vida

Entrevista al nicaragüense Rodolfo Romero, combatiente internacionalista y fundador del Frente Sandinista de Liberación Nacional

Anneris Ivette Leyva

Cuando en el afán de evocarlos en el presente, los hechos del pasado se le tornan esquivos, Rodolfo Romero se quita los espejuelos y frota con los índices ambos párpados, como para pulir una imagen escurridiza o, simplemente, mirarse por dentro y esclarecer, en el refugio de sus recuerdos, qué vivió y vivieron quienes combatieron junto a él.

Foto: Otmaro Rodríguez“Hombres valientes, honestos y de principios hay muchos, lo difícil es hallar todas esas cualidades en una sola persona”, argumenta Romero cuando expone su inmensa admiración por el Che.

La primera y la última imagen que rescata en su mente no puede ser otra que la de Ernesto Guevara, a quien conoció una noche de "luz intensa de luna llena y un silencio de sepulcro", en la Guatemala amenazada de Jacobo Arbenz. Por aquellos años de golpes militares y oposición popular, exiliados de todo el mundo tocaron a la puerta de este país centroamericano:

"Era el 24 de junio de 1954 y acababa de pasar un bombardeo terrible por la ciudad de Guatemala. El Che llegó a la casa de la brigada juvenil Augusto César Sandino, de la cual yo era el jefe, con una carta de una comunista chilena. Preguntaba por Edelberto Torres, también exiliado nicaragüense e hijo de un prestigioso luchador antisomocista.

"Como Edelberto se encontraba en una reunión del Partido, yo le digo que se quede a esperarlo. Alrededor de las dos de la madrugada, cuando ve el movimiento del cambio de guardia, me pide participar en el relevo. Yo no sabía quién era realmente, y la responsabilidad de depositar semejante tarea en un extraño me hizo vacilar, pero la carta que llevaba terminó por convencerme.

"Sin mucha ceremonia, porque en tiempo de guerra todo apura, le entregué una carabina checa del oficial de posta saliente, que casualmente no era guatemalteco, sino el cubano Jorge Risquet Valdés. ¿Y esto cómo se maneja?, fue la exclamación que lanzó cuando la tuvo en sus manos. En medio de la oscuridad y de la prisa, fui yo quien le impartió algunas lecciones imprescindibles sobre su manipulación".

—En aquel encuentro con el Che, usted no solo conoció al revolucionario que, voluntariamente, sin saber maniobrar un arma, se arriesga a hacer guardia con ella. También descubrió al hombre romántico, que amaba la poesía de Darío.

Sí, la noche en que nos encontramos, cuando le comenté que era nicaragüense, se entusiasmó mucho, y me empezó a hablar de Rubén Darío, de cuánto admiraba su obra, y de su deseo de dominar algún día el pensamiento dariano. No fue más de una hora lo que hablamos, pero en ese escaso tiempo pude constatar su enorme humanidad. Al día siguiente nos despedimos y por un tiempo no lo volví a ver.

Cuando le dan el ultimátum a Arbenz, yo paso a la clandestinidad, y el Partido Comunista me ordena contactar a todos los exiliados en las embajadas. Vestido con un saco de yute y descalzo, aparentando ser un carbonero, comienzo a recorrer las sedes diplomáticas, y me encuentro al Che en la de Argentina. Rápidamente, hicimos los arreglos para que pasara a la de México.

—¿Cómo llega un joven nicaragüense a dirigir una brigada comunista en Guatemala?

El objetivo de los exilados nicaragüenses era prepararnos para derrotar a Somoza, mientras contribuíamos a las justas democráticas de otros pueblos. Primero, estuvimos recibiendo entrenamiento militar en Costa Rica, pero las presiones de la CIA y la OEA nos obligaron a salir de allá, rumbo a Guatemala, a finales de 1948. Casualmente, fue un avión cubano el que nos trasladó.

Enseguida hago contacto con las fuerzas comunistas de este país; incluso, participo en el Congreso fundacional de su partido. La vida militante en Guatemala me fue moldeando: hice muchas lecturas, estudié el marxismo, comprendí la esencia del imperialismo y de la lucha de clases.

Mi implicación con esta nación se hizo grande, pero nunca perdí de vista que mi verdadera causa me esperaba en Nicaragua.

—También por este tiempo conoce de las semejanzas entre las dictaduras que oprimen a los pueblos cubano y nicaragüense, ¿cómo fue el primer encuentro con la dirigencia de nuestra Revolución?

Por aquel entonces, el Partido Comunista guatemalteco nos da la tarea de recoger firmas en apoyo a un llamamiento de Estocolmo, para hacer un congreso por la paz. A quien más firmas recogiera, se le premiaría con un viaje a la Conferencia Internacional por los Derechos de la Juventud, en Viena. En menos de diez días, yo había reunido 1 000 firmas, y allá me fui.

Un día, nos sentamos los nicaragüenses y los cubanos a intercambiar experiencias sobre Somoza y Batista, y es ahí donde conozco a Raúl Castro, quien expone su certeza de que a los tiranos solo se les podía bajar a balazos.

Con el transcurso del tiempo, no dejé de mantenerme al tanto de lo que pasaba en Cuba; para informarme, sintonizaba Radio Rebelde.

—¿Lo sorprende la noticia de que, a pocos meses del triunfo de 1959, el Che lo mande a buscar?

No, no me sorprendí, yo sabía que el Che conocía mis ideas y mi trayectoria revolucionaria, y que por ambas cosas había pensado en mí.

Al llegar a La Habana, después de una larga entrevista, me puse el uniforme del Ejército Rebelde y comencé a trabajar como un soldado en la Cabaña, a prepararme.

Meses después volví a Nicaragua con el objetivo de reimpulsar la guerra, y es entonces cuando tenemos nuestro gran revés militar en el Chaparral, el 24 de junio de 1959. El combate fue un infierno, duró dos horas. Murieron nueve compañeros y 16 resultaron heridos, entre ellos Carlos Fonseca, líder de nuestro proceso, quien aún sacó fuerzas para gritar: ¡la juventud no se rinde!

Ahí caímos prisioneros y, por gestiones directas del presidente hondureño, Ramón Villeda Morales —que, por cierto, era un gran admirador del Che—, nos trasladaron al hospital cubano Calixto García, donde le salvaron la vida a Carlos.

Cuando nos recuperamos, me sumé al regimiento Leoncio Vidal de Santa Clara, con el comandante Armando Acosta. Más tarde, un grupo de compañeros y yo pasamos a la Escuela de Artillería de Baracoa. Por aquellos días, tenían lugar los alzamientos contrarrevolucionarios en el Escambray, y nosotros ansiábamos participar junto con los cubanos en su erradicación. El Che se lo planteó a Fidel, y este le dijo "si ellos quieren ir, que vayan".

—Usted ha relatado que, en su postrer encuentro con el argentino de la boina estrellada, no hubo un intercambio de palabras; sin embargo, él no dejó de hablarle...

La última vez que vi al Che fue un mediodía de 1963, en la aduana de París, y tuvimos un diálogo de corazones, de sentimientos. Él se dirigía a una reunión, y yo iba clandestino hacia Nicaragua. En Praga, abordé el mismo avión donde venía, pero no lo supe hasta que nos bajamos en el aeropuerto. Él me miró con una seriedad que, para los demás, pudo pasar por una expresión muda. Yo lo contemplé fijamente. No pudimos cruzarnos palabras, pero nos transmitimos un sinfín de emociones. Fue un instante muy conmovedor, de los que se experimentan solo una vez en la vida.

—Alguna vez mencionó que en su andar por el mundo, nunca había conocido a un hombre que, como él, reuniera tantas virtudes. ¿Qué piensa ahora, cuando el trayecto por la vida se le ha alargado un poco más?

Sostengo las mismas palabras de entonces. Hombres valientes, honestos y de principios hay muchos, lo difícil es hallar todas esas cualidades en una sola persona.

El Che fue tan trascendente para mí, que incluso me enseñó a no temerle a la muerte. Próximo a regresar yo a Nicaragua para el combate del Chaparral, le tendí la mano para despedirme y, tan inesperada como una bala, llegó su pregunta:

—¿Y si te matan?—, me dijo.

—Habrá que llevar flores a mi tumba—, se me ocurrió responderle.

—Romero, debes pensar que la muerte es un tránsito hacia la vida—, fue su breve lección.

Si en nuestro primer encuentro me tocó a mí darle instrucciones, en aquella oportunidad, era él quien me develaba un conocimiento esencial. Por eso hoy, aferrado a su enseñanza, y convencido de haber hecho todo cuanto he podido, espero la muerte sin temores. Concuerdo además con Sandino, otros guiarán nuestra causa hacia su fin.

 

| Portada  | Nacionales | Internacionales | Cultura | Deportes | Cuba en el mundo |
| Comentarios | Opinión Gráfica | Ciencia y Tecnología | Consulta Médica | Cartas| Especiales |

SubirSubir