Sería
quizás demasiado pronto vaticinar que el XXXI Festival del Caribe,
dedicado a Trinidad y Tobago, será un éxito, pero a juzgar por los
resultados de esta edición que acaba de concluir, la Fiesta del
Fuego se ha legitimado dentro del panorama cultural como un certamen
de prestigio, capaz de agrupar distintas dimensiones de las culturas
populares tradicionales con suficiente madurez y profesionalismo.
Organizado por la Casa del Caribe, institución fundada en 1982
por Joel James, el encuentro resume la mezcla infinita de las
tradiciones artísticas y religiosas de nuestros pueblos
latinoamericanos y caribeños. Con más de mil 300 participantes en
esta ocasión, y tributando al estado brasileño de Pernambuco y a la
isla de Curazao, el Festival de la ciudad santiaguera desarrolló un
calendario intenso en cada jornada y diverso en cada expresión.
Durante siete días fueron varios los espacios musicales,
danzarios, visuales, teóricos, orales y religiosos que tuvieron
lugar tanto en calles, plazas y comunidades, como en escuelas y
teatros. Habituales se hicieron para los participantes los
encuentros en la Casa de Pernambuco y en la sede de Curazao, un
amplio programa de talleres de artesanía, exposiciones de artes
plásticas, y presentaciones de agrupaciones mostraron el inmenso
acervo cultural de ambas regiones.
De los curazoleños se disfrutó no solo de sus bailes, costumbres
y ritmos como la tumba de ceú y de tambor, sino de sus platos y
dulces típicos, incluso de la sonoridad del papiamento, lenguaje
local que aunque mezcla de portugués, español, holandés y dialectos
africanos, no fue un impedimento para dialogar con ese pueblo cuyos
ancestros, en el siglo XIX, emigraron a Cuba e integraron a su
cultura danzaria y musical muchísimos elementos de la nuestra.
Grato y revelador fue también contactar con las mayores
expresiones del folclor de Pernambuco, estado del nordeste brasileño
cuya capital Recife es una de las mayores urbes culturales y
educacionales del país sudamericano.
Danzas y ritmos como el maracatú, la cuadrilla, la ciranda, el
fandango y el popular frevo pernambucano llegaron por medio de cien
artistas, coreógrafos, actores, bailarines del Grupo Experimental de
danza contemporánea, el grupo Bongar, los Caboclinhos, el rapero Zé
Brown, y la Orquesta Popular la Bomba de Emeterio, agrupación de
especial acogida en la tierra oriental por su proyección lúdica y
eufórica sobre la escena.
La presencia de elencos portadores de tradiciones locales de
Argentina y México, y de varias provincias cubanas como Camagüey,
Ciego de Ávila, Granma y por supuesto, la sede, que cedió espacios a
las comunidades de descendientes haitianos y del Caribe anglófono,
establecieron la empatía con el público.
Pero no fueron solamente las expresiones costumbristas y
populares las protagonistas del intercambio y el debate, también las
ceremonias mágico-religiosas como parte de la historia e
idiosincrasia que nos une convergieron en la cita.
Cantos a los dioses de la religión yoruba, ritos como la Quema
del Cimarrón, en homenaje a la rebeldía esclava, en el conjunto
monumentario de El Cobre, así como la clausura con el desfile del
fuego y la Quema del Diablo, ceremonia de origen haitiano liderada
por sacerdotes del vodú donde se prende fuego a un gran diablo como
símbolo de purificación, mostraron el sincretismo de nuestras
culturas, de un origen común.
Santiago, sin dudas, es la ciudad más caribeña de Cuba y aunque
ya despidió a este Festival, el espacio y el diálogo existen para
que, dentro de un año, vuelvan a unirse y consolidarse las
expresiones de nuestros países.