Allá,
en el hemisferio austral, ahora es invierno y la prenda se
justifica. Aquí, en medio de los ardores del verano, no faltará sin
embargo quien este jueves 24 de junio se atreva a anudarse una
bufanda al cuello, calarse un sombrero ladeado y se disponga a
entonar la lejanía de un Buenos Aires querido o sucumba ante
el suave murmullo de un suspirar.
Allá
y aquí, al estruendo de los goles de DeMichelis y Palermo que
remataron el pase a octavos en Sudáfrica, y en espera del que no
llega de Messi, le pondrá sordina una guitarra para que se vuelva a
escuchar la Voz del Que Nunca Ha Callado, el Zorzal Criollo, el
Morocho del Abasto, el Inigualable, el Troesma, el Que Las Inventó
Todas, el Cantor de los Tres Siglos, el Mito Viviente, el Bronce Que
Canta, el Imbatible, el Que Cada Día Canta Mejor o simplemente
Carlitos.
Y todo porque el imaginario popular nunca se resignó a que Carlos
Gardel muriera hace 75 años en un accidente en el aeropuerto de
Medellín. Perdieron los argentinos, los uruguayos, los franceses
—vaya polémica la que aún existe a la hora de adjudicarle un lugar
de nacimiento—, perdieron los amantes del tango, y los cubanos que
esperaban que al término de aquel viaje inconcluso de 1935 viniera a
La Habana, donde Heliodoro García le tenía preparado el escenario
del antiguo Teatro Nacional para que evocara entre nosotros su trato
musical con el guitarrista santiaguero Roberto de Moya, quien lo
acompañó en las películas Cuesta abajo y El tango en
Broadway; o el gusto que sentía por los sones del Trío
Matamoros.
¿Cómo entender la prolongación perdurable e infinita de una
leyenda? Si bien es cierto, como alguien señaló, que el tango no
nació con Gardel, sin lugar a dudas Gardel es el tango, a pesar de
Jorge Luis Borges. Si damos crédito a María Kodama, la viuda del
autor de Ficciones, a este le gustaba celebrar su cumpleaños
con la música de Pink Floyd y "creía que Gardel había arruinado el
tango porque lo había hecho sentimental y llorón".
Quizás Borges, a partir de un mismo dato, quiso llevar la
contraria al gran tenor Enrico Caruso, quien al encontrarse con
Gardel le dijo: "Usted tiene una lágrima en la garganta".
Otro patriarca de las letras argentinas, Ernesto Sábato, explicó
el suceso gardeliano sobre la base de su identificación con Buenos
aires y el entorno porteño: "Es la expresión popular más auténtica
de la soledad del hombre de la ciudad". El entrañable Julio Cortázar
no tuvo dudas. "Cuando Gardel canta un tango —escribió—, su estilo
expresa al pueblo que lo amó".
Incluso a Gabriel García Márquez llegó la huella de aquel hombre
de media sonrisa, cabellos abrillantados y un eterno cigarrillo
humeante, como el que permanece encendido entre los dedos de la
escultura que reproduce su estampa en el panteón de la Chacarita. En
sus memorias, Vivir para contarlo, refiere: "Mi urgencia de
cantar para sentirme vivo me la infundieron los tangos de Carlos
Gardel, que contagiaron a medio mundo. Me hacía vestir como él, con
sombrero de fieltro y bufanda de seda, y no necesitaba demasiadas
súplicas para que soltara un tango a todo pecho. Hasta la mala
mañana en que mi tía Mama me despertó con la noticia de que Gardel
había muerto en el choque de dos aviones en Medellín".
Volviendo a la Argentina, y estos días de fútbol, no estaría mal
desempolvar un extraño filme de Rodolfo Pagliere, rodado en 1995. Su
trama comienza cuando pocas horas antes del accidente de Medellín,
el cantor pacta con una misteriosa mujer su tránsito hacia la
inmortalidad. El único testigo fue un relojero, quien le cuenta la
historia a un productor de televisión. Ambos deciden liberar el alma
del tanguero, pero para hacerlo deben hallar un alma gemela