En correspondencia con esa alentadora realidad (reflejo del nivel
y expectativa de vida que alcanzamos los cubanos), el arribo al
siglo de existencia no mantiene hoy la misma curiosidad o interés
periodístico informativo que en tiempos pretéritos.
Con Felipa de Armas Pacheco, sin embargo, no sucede lo
"habitual". Ningún vecino o familiar vino a alertar acerca de su
avanzada edad y mucho menos a solicitar cobertura de prensa. Es un
inesperado y casual encuentro la fuente de donde surge el diálogo
con esa mujer "de armas y de profunda paz".
¿Qué tal si nos sentamos un ratico en ese muro? —les sugiere a
Norbelio y a Elner (yerno y primo, respectivamente)—, luego de
caminar más de un kilómetro cuesta arriba hasta La Plaza, entre
vecinos, trabajadores y pueblo.
El par de hombres largan un suspiro de alivio. Ella está fresca
como una oruguita en pleno amanecer. Descansar no es lo que desea,
sino "disfrutar a toda esa gente marchando por mi Cuba, por mi Fidel
y por mi Raúl" —afirma— y se sienta con la elegancia de una joven.
"Claro que vine a este desfile —agrega— y también fui a votar
bien temprano el domingo 25 de abril y volveré a hacerlo cuantas
veces haga falta, porque me siento bien y soy cubana...
"Ay... ese cuadro de Vilma: ¡qué bello, cómo me gusta!; yo la adoro
¿sabes?, y la recuerdo mucho. Ella nos enseñó a querer a esta
Revolución. Por eso trabajé duro en aquellos años... Fui secretaria de
organización y de finanzas en la Federación. Ahora no tengo cargos,
ya estoy vieja, pero ayudo en lo que puedo."
La cabeza de Norbelio asiente rítmicamente a medida que la
anciana diserta, en singular gala de vitalidad física y mental.
"Yo quisiera que la vieras —dice el yerno—, no se queja de nada,
tiene mejor memoria que los seis hijos, lee libros, ensarta una
aguja sin usar espejuelos, lava sus cositas, friega, arregla la
casa... es una dicha llegar a 100 años (los cumplió el 14 de enero) y
estar así."
Indago si ya el esposo de Felipa falleció, y el par de
acompañantes responden que sí, hace 18 años.
La pregunta no altera ni una sola arruga en el rostro de la
centenaria anciana, quien termina haciendo un simpático gesto que
bien pudiera traducirse en la frase: "Tal vez" o "No lo creo".
Entonces sus dedos hurgan en esa entrañable carterita que lleva a
todas partes, para extraer un pequeño carné de las Milicias
Nacionales Revolucionarias, otro de las Fuerzas Armadas
Revolucionarias, otro de la Asociación Nacional de Agricultores
Pequeños... todos con el mismo nombre y el rostro que ella guarda en
el centro mismo de su corazón: Antonio Ñico Calzado... el primer y
único novio, su primer y único esposo, el hombre de toda su vida.
"Ojalá yo tuviera hoy 40 años de edad" —dice sonriente con
renovado brillo en los ojos, mientras "conversa con la sepia del
pequeño carné".
Mi interrogante salta. Su respuesta baja más rápidamente aún:
"Para seguir sintiendo esta paz por muchos años más, para seguir
haciendo muchas cositas por mi querido país, para hacer todo lo que
también haría hoy mi Ñico."
Un rato después la silueta de Felipa descendería, saludando
amigos a intervalos, destilando profundo placer y tranquilidad, por
la ancha arteria que baja hacia la ciudad desde la otrora Loma de
Peralejo.