Ni la famosa cortina del secretario de defensa Robert McNamara,
que pretendía impedir la ayuda de la República Socialista del Norte
(RDV), ni las bombas de NAPALM, ni el fósforo vivo, ni el agente
naranja, ni el derroche de dinero en el ejército títere. Ni, por
supuesto, los bombardeos indiscriminados de los B 52 pudieron
contener el valor y la inteligencia de un pueblo decidido a defender
su libertad y la unidad de la nación como su líder y fundador de la
República Ho Chi Minh había dejado escrito en su testamento, con la
firme convicción de que después de la victoria se construiría un
Vietnam, diez, cien, mil veces más hermoso. Voluntad concretada en
una tierra que aparecía en las radiofotos de entonces como el
"paisaje lunar", sembrado de cráteres. Casi diez años necesitaron
los vietnamitas para hacer producir sus tierras —ceniza donde había
miles de bombas sin explotar.
Fracasó el insolente poderío tecnológico con su retaguardia
millonaria, ante un ejército popular que calzaba sandalias de caucho
fabricadas con los restos de neumáticos de aviones derribados,
incluso a tiro de fusil. A la hora del gran triunfo, cuando la
bandera del Frente Nacional de Liberación flameó en la cúspide del
Palacio de Saigón, gran fortaleza del enemigo, y se atropellaban los
procónsules norteamericanos en la azotea de la embajada
"inexpugnable" de Estados Unidos para huir, huir, huir a la
desbandada, los vietnamitas, por los precarios medios de
comunicación con que contaban, ya proclamaban que esa ciudad: Saigón,
se llamaría Ho Chi Minh.
Volvamos la mirada al comienzo "quijotesco" de la desigual pelea
de las lanzas de bambú, las hormigas, las sanguijuelas o las avispas
amaestradas, y las trampas de púas de bambú en los senderos de las
selvas de Nam Bo, o de cualquier parte de la geografía del sur para
cazar a los soldados enemigos. La muerte no era la divisa principal:
un soldado enemigo herido exigía al menos cuatro o seis hombres para
atenderlo y estos quedaban fuera de combate. No fue la única arma.
Al Sur llegaron desde el Norte, incluso cohetes desarmados. Sobre
los hombros de hombres y mujeres.
Para no pocas personas en el mundo parecía imposible que los
francotiradores derribaran aviones. No podían creer que un solo
disparo en un ala, producía el disloque del aparato y este caía a
tierra. Ahí, en las hemerotecas están las imágenes de jóvenes
muchachas vietnamitas custodiando a "mastodontes" yanquis abatidos.
Esos elementos que parecían increíbles fueron el inicio acelerado de
la derrota del imperialismo yanqui en Vietnam.
Rendición incondicional, capitulación, derrota bochornosa,
"síndrome de Vietnam", enfermedad irreversible en las grandes
ciudades norteamericanas, entre los soldados que regresaban con
vida.
La fuerza de una convicción revolucionaria y una unidad de acción
inquebrantables, la voluntad de vencer; la decisión y el valor
admirables de los hombres y mujeres; de ancianos y niños, hicieron
posible la hazaña más grande del siglo XX en el terreno militar.
Ocurrió gracias al sacrificio del Norte implacablemente
bombardeado y a los hombres y mujeres que vimos en las selvas de la
Conchinchina (Nam Bo), andando encorvados por el peso de los sacos
de municiones sobre sus espaldas, a las mujeres con las piernas
arqueadas por un peso semejante de sacos de arroz —la retaguardia
pobre—, o ancianos que hervían agua para el té y recortaban retoños
de bambú para la comida colectiva de los guerrilleros y de los niños
de las escuelas. Porque en esas condiciones funcionaban escuelas.
Consta que muchos soldados revolucionarios se subían a los
tanques yanquis en marcha y disparaban el arma explosiva con que
contaran, por el hueco que encontraran, y los volcaban.
Qué razón tuvo José Martí. Qué visión zahorí. Qué conocimiento de
la historia del antiguo Anam tenía nuestro Apóstol cuando escribió
en La Edad de Oro, la semblanza sobre el pueblo heroico del
cual hablamos. Entonces, en el siglo XIX, dijo: "También y tanto
como los bravos, pelearon y volverán a pelear, los pobres anamitas,
los que viven de pescado y arroz y visten de seda, allá lejos, en
Asia, por la orilla del mar, debajo de China".
Esta lucha victoriosa que glosamos —no es vano reiterar—,
constituyó la epopeya insurreccional liberadora y unitaria más
grande de nuestra época contra el imperialismo norteamericano y será
su pesadilla eterna.
El colosal desarrollo de esa nación unida, cuyo heroísmo
cotidiano en la guerra como en la paz es un ejemplo, merece respeto
y honor. Su historia de ayer y el presente lo acreditan.