Vietnam, epopeya de ayer y hoy

MARTA ROJAS

Fue el 30 de abril de 1975: Vietnam del Sur quedaba totalmente liberado. La prensa mundial tituló con dos palabras: "Cayó Saigón". Diez letras bastaron para aplastar la supremacía militar del imperio más poderoso del mundo. Las imágenes, aún sin el desarrollo tecnológico de nuestros días, valían más que esas dos palabras en cualquier lengua. Los "colosos" huían, muchos caían al mar sin poder sostenerse en los patines de los helicópteros. Fue una huida colosal, vergonzosa. La derrota militar y política más grande sufrida por el imperialismo yanqui se consumaba gloriosamente por parte de los vietnamitas, uno de los pueblos más pobres y martirizados del mundo, donde el imperialismo norteamericano usó las armas más sofisticadas incluso a riesgo de matar a sus propios soldados.

El embajador norteamericano y sus empleados se apresuraron en huir.

Ni la famosa cortina del secretario de defensa Robert McNamara, que pretendía impedir la ayuda de la República Socialista del Norte (RDV), ni las bombas de NAPALM, ni el fósforo vivo, ni el agente naranja, ni el derroche de dinero en el ejército títere. Ni, por supuesto, los bombardeos indiscriminados de los B 52 pudieron contener el valor y la inteligencia de un pueblo decidido a defender su libertad y la unidad de la nación como su líder y fundador de la República Ho Chi Minh había dejado escrito en su testamento, con la firme convicción de que después de la victoria se construiría un Vietnam, diez, cien, mil veces más hermoso. Voluntad concretada en una tierra que aparecía en las radiofotos de entonces como el "paisaje lunar", sembrado de cráteres. Casi diez años necesitaron los vietnamitas para hacer producir sus tierras —ceniza donde había miles de bombas sin explotar.

Fracasó el insolente poderío tecnológico con su retaguardia millonaria, ante un ejército popular que calzaba sandalias de caucho fabricadas con los restos de neumáticos de aviones derribados, incluso a tiro de fusil. A la hora del gran triunfo, cuando la bandera del Frente Nacional de Liberación flameó en la cúspide del Palacio de Saigón, gran fortaleza del enemigo, y se atropellaban los procónsules norteamericanos en la azotea de la embajada "inexpugnable" de Estados Unidos para huir, huir, huir a la desbandada, los vietnamitas, por los precarios medios de comunicación con que contaban, ya proclamaban que esa ciudad: Saigón, se llamaría Ho Chi Minh.

Volvamos la mirada al comienzo "quijotesco" de la desigual pelea de las lanzas de bambú, las hormigas, las sanguijuelas o las avispas amaestradas, y las trampas de púas de bambú en los senderos de las selvas de Nam Bo, o de cualquier parte de la geografía del sur para cazar a los soldados enemigos. La muerte no era la divisa principal: un soldado enemigo herido exigía al menos cuatro o seis hombres para atenderlo y estos quedaban fuera de combate. No fue la única arma. Al Sur llegaron desde el Norte, incluso cohetes desarmados. Sobre los hombros de hombres y mujeres.

Para no pocas personas en el mundo parecía imposible que los francotiradores derribaran aviones. No podían creer que un solo disparo en un ala, producía el disloque del aparato y este caía a tierra. Ahí, en las hemerotecas están las imágenes de jóvenes muchachas vietnamitas custodiando a "mastodontes" yanquis abatidos. Esos elementos que parecían increíbles fueron el inicio acelerado de la derrota del imperialismo yanqui en Vietnam.

Rendición incondicional, capitulación, derrota bochornosa, "síndrome de Vietnam", enfermedad irreversible en las grandes ciudades norteamericanas, entre los soldados que regresaban con vida.

La fuerza de una convicción revolucionaria y una unidad de acción inquebrantables, la voluntad de vencer; la decisión y el valor admirables de los hombres y mujeres; de ancianos y niños, hicieron posible la hazaña más grande del siglo XX en el terreno militar.

Ocurrió gracias al sacrificio del Norte implacablemente bombardeado y a los hombres y mujeres que vimos en las selvas de la Conchinchina (Nam Bo), andando encorvados por el peso de los sacos de municiones sobre sus espaldas, a las mujeres con las piernas arqueadas por un peso semejante de sacos de arroz —la retaguardia pobre—, o ancianos que hervían agua para el té y recortaban retoños de bambú para la comida colectiva de los guerrilleros y de los niños de las escuelas. Porque en esas condiciones funcionaban escuelas.

Consta que muchos soldados revolucionarios se subían a los tanques yanquis en marcha y disparaban el arma explosiva con que contaran, por el hueco que encontraran, y los volcaban.

Qué razón tuvo José Martí. Qué visión zahorí. Qué conocimiento de la historia del antiguo Anam tenía nuestro Apóstol cuando escribió en La Edad de Oro, la semblanza sobre el pueblo heroico del cual hablamos. Entonces, en el siglo XIX, dijo: "También y tanto como los bravos, pelearon y volverán a pelear, los pobres anamitas, los que viven de pescado y arroz y visten de seda, allá lejos, en Asia, por la orilla del mar, debajo de China".

Esta lucha victoriosa que glosamos —no es vano reiterar—, constituyó la epopeya insurreccional liberadora y unitaria más grande de nuestra época contra el imperialismo norteamericano y será su pesadilla eterna.

El colosal desarrollo de esa nación unida, cuyo heroísmo cotidiano en la guerra como en la paz es un ejemplo, merece respeto y honor. Su historia de ayer y el presente lo acreditan.

 

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