Los déficits públicos son tan viejos como el capitalismo. Tras el 
			descubrimiento en el siglo XVII del déficit público permanente, los 
			mercados financieros viven de ese déficit, y no para mal. Un año sí 
			y otro también, todos los estados contraen nueva deuda, a fin de 
			poder devolver viejos préstamos, que llegan a su vencimiento.
			La refinanciación de estos cobros pendientes no representa 
			normalmente ningún problema. Se hace problemática cuando estados 
			como Grecia o Portugal, Irlanda y España pierden reputación y los 
			mercados financieros, ayudados por las agencias privadas de 
			calificación del riesgo, ¡precisamente! , disparan al alza los 
			intereses de sus préstamos.
			Solo Grecia necesita en el 2010 unos 53 mil millones de euros en 
			nuevos créditos para subvenir al pago de créditos vencidos. Con 
			intereses muy superiores al 6% y recargos por riesgo de un 3,75% y 
			más, la carga de los intereses llegará previsiblemente a resultar 
			insoportable para el presupuesto público griego.
			Tanto más, cuanto que el gobierno de Atenas se dispone a seguir 
			el férreo curso de austeridad pública que los mercados financieros y 
			la Comisión Europea quieren imponerle. 
			Si los griegos quieren que su déficit pase en solo tres años de 
			un 12,7 a un 2,8% del PIB (Producto Interno Bruto) mediante recortes 
			presupuestarios y reformas fiscales, el desastre está anunciado. 
			Cualquier brote de reviviscencia coyuntural se verá cortado en seco. 
			Gracias a la interferencia de la Comisión Europea, el saneamiento no 
			significa otra cosa que supresión de puestos de trabajo, recorte de 
			salarios y pensiones, puesta en almoneda de bienes públicos y 
			retroceso en las prestaciones públicas de servicios de salud, 
			educación y formación. Así pues, más desempleo, más trabajo en negro 
			y más economía sumergida y un sector público más depauperado: las 
			condiciones ideales para una floreciente corrupción.
			La solución de estos problemas resulta obvia, y sería 
			extremadamente sencillo ponerla por obra. Bastaría con que los 
			estados de la Eurozona se apoyaran mutuamente mediante un euro 
			préstamo garantizado por todos ellos y por el Banco Central Europeo 
			(BCE), un euro préstamo que, gracias al Banco de Inversiones de la 
			UE, podría organizarse muy rápidamente y colocarse fácilmente en 
			unos mercados financieros que nadan en dinero.
			Grecia podría salir del apuro en que se halla, y la solidaridad 
			de los euro países daría un buen chasco a los mercados financieros y 
			a las agencias privadas de calificación del riesgo. Se ganaría 
			tiempo para poder encarar finalmente los problemas estructurales de 
			la UE y de la Eurozona, señaladamente el representado por los 
			extremos desequilibrios entre los países miembros, desequilibrios de 
			los que se ha beneficiado, sobre todo, la economía exportadora 
			alemana y a los que ha contribuido la política económica alemana de 
			la pasada década.
			Pero no habrá tal. El cerril dogmatismo de los neoliberales que 
			tienen vara alta en la Comisión Europea y en el BCE impedirá también 
			ahora que ocurra algo que resulta tan necesario como razonable. Se 
			opondrán con todas sus fuerzas a que se cambie la malhadada política 
			del dumping salarial y fiscal. Seguirán todos engañándose a sí 
			mismos y creyendo que se puede tener una moneda común sin disponer 
			de una política económica coordinada y de un sistema de compensación 
			financiera. Y así hasta el amargo final. (Tomado de Other News)
			(*) Miembro del Consejo Editorial de SINPERMISO, es profesor de 
			política económica y derecho fiscal en la Universidad de Ámsterdam, 
			investigador asociado al Instituto Internacional de Historia Social 
			de esa misma ciudad, catedrático de economía política y director del 
			Instituto de Estudios Superiores de la Universidad de Lancaster en 
			el Reino Unido.