Una de las más agradables sorpresas en estos tres años de mi
estancia de trabajo en España ha sido encontrarme con la puesta en
escena de la superclásica Fuenteovejuna, dirigido por Liuba
Cid, con un elenco totalmente cubano.
Se recuerdan en nuestro ámbito dos antológicas apropiaciones de
Fuenteovejuna, la de Vicente Revuelta en 1963, y la de otro
de los maestros, Roberto Blanco, en la arrancada de los ochenta. La
puesta en escena de Vicente la conozco más bien por su leyenda. De
la de Blanco me queda, en primer lugar, su imagen arrolladora como
actor.
Este que nos ocupa es un espectáculo agradable, bien
estructurado, vigoroso, desenfadado y casi bailable por momentos
pero que conserva la esencia de la inmortal obra de Lope de Vega. La
versión de Liuba concentra los conflictos, elimina pasajes
anecdóticos y se concentra en la línea central de la acción, en los
personajes fundamentales. Aplaudo que —sin pretender una entonación
virtuosa ni una forma tradicional— haya respetado casi siempre el
decir en versos. En este sentido, además de la fidelidad al autor
entra en juego nuestra propia tradición cultural. Si la banda sonora
subraya el abanico entrañable de nuestros ritmos, la persistencia
del decir en versos —desde el acento y la sabrosura cubana— me hacía
recordar el mágico mundo de las controversias cantadas de los poetas
populares.
Estamos ante una Fuenteovejuna que entra y sale de la obra
original, aunque las escenas decisivas mantienen la brillante
temperatura dramática que Lope le imprimió. El argumento dialoga con
nuestros referentes de una forma continua. En El Comendador puede
verse un asomo del clásico chulo y en los pasajes más plenamente
humorísticos asoma la oreja el triángulo de oro de nuestro teatro
popular: El Negrito, La Mulata y El Gallego u otros ingredientes más
cercanos de nuestra proverbial falta de solemnidad.
El nivel de las actuaciones resulta en general alto. Sobresalen
la dinámica, el robusto decir y la soterrada simpatía de Vladimir
Cruz; también el encanto de Yolanda Ruiz. A la actriz le falta por
momentos algo de entrenamiento teatral o proyección escénica en sus
parlamentos, pero lo suple con su singular simpatía y por la
interiorización de sus textos más bien narrativos. Ramón Ramos hace
gala de su profesionalidad, capacidad de sutileza y entrega al
personaje, sin dejar de formar parte del general tono de broma.
Mucho aportan también, por la fluidez de sus acciones, por el
equilibrio entre gesto y palabra, Rey Montesinos y Claudia López.
Seguramente con la sucesión de las funciones matizarán mejor algunos
momentos de proyección más íntima. También al fogueo de la temporada
encomiendo una mayor precisión en algunas escenas de grupo, salvadas
por la auténtica alegría, el riguroso sentido de juego teatral que
emana de este montaje.
Cubanizar no funciona aquí como recurso fácil ni postal
folclorista, sino como auténtico diálogo intercultural.