"Por desgracia, el recuerdo más claro de mi niñez lo tengo de
aquella traumática madrugada del 14 de mayo de 1964, cuando desde
una lancha, mercenarios ametrallaron el poblado de Pilón.
"Todo el mundo dormía inocente, y esos hijos de... hicieron
aquello; en un lugar con muchas casitas de madera en que las balas
penetrarían fácilmente."
María Ortega Olivera tenía ocho años y vivía no muy cerca de la
costa con sus padres y cuatro hermanos. Dormía el sueño tranquilo y
despreocupado de cualquier niño cuando el chasquido de la piel rota
y el inmediato dolor en el muslo izquierdo la arrancaron del
letargo.
"Parecía de día. Las luces de las balas incendiarias volaban en
todas direcciones. Yo gritaba ¡Mamá, me arde mucho!, y ellos,
aturdidos y muy asustados, no lo creían. ¡Cállate, y tírate al
suelo!, contestaban.
"El fuego paró. Encendieron la luz y yo estaba ensangrentada. En
brazos de uno de mis hermanos llegué hasta el hospital. Allí
encontré a otra muchacha herida y me enteré de que en el central
había un gran incendio.
"Luego supe, por un militar de la Marina de Guerra
Revolucionaria, que el autor de aquel acto terrorista era un cubano
traidor, dirigido y pagado por el gobierno de los Estados Unidos. Ya
con muchas más pruebas, denuncié el hecho en el proceso Cuba
Demanda.
"Hay que ser descarado y cínico para señalar como padrino de
terroristas a un país que por años ha sido víctima de ese flagelo,
ejecutado de muchas formas por bestias entrenadas y financiadas por
Estados Unidos. La nación que hace la ridícula acusación tiene las
manos manchadas de sangre.
"No hay palabras para definir esa tremenda desvergüenza, aún más
en medio de la batalla mundial por la libertad de los Cinco cubanos
presos en el Norte por luchar, precisamente, contra el terrorismo.
Es el colmo de la mentira y la maldad."
Como muchos pueblitos cubanos, Pilón—ubicado en la costa sur de
la provincia de Granma— vivía de la producción de azúcar.
"Por eso fue que con la calma tras la metralla, el pueblo corrió
a apagar el enorme incendio provocado en tres almacenes repletos de
sacos de azúcar", cuenta Kenneth Rose, descendiente de jamaicanos y
en aquel momento obrero del central.
"Allí llegué vestido de miliciano. Esa fue mi primera reacción al
oír los disparos, y en la unidad nos enviaron para el ingenio.
Muchas toneladas del dulce se perdieron. El pueblo hervía de rabia
porque allí se quemaba el sudor de mucha gente, el azúcar de la
Revolución, ya no de un ricachón vividor.
"¿Con qué moral, entonces, hablan los imperialistas? ¿Acaso puede
ser terrorista una Isla que tiene en el mundo a miles de doctores y
maestros al servicio de los humildes, y que, por ejemplo, mandó a
Haití uno de los primeros grupos de ayuda médica aparte de los que
allí tenía?
"El gobierno norteamericano se ahoga con sus propias mentiras",
subraya Kenneth.