La novela de Miguel

PEDRO DE LA HOZ
pedro.hg@granma.cip.cu

Desde que escuchó por primera vez a Esteban Montejo contar cómo se escurrió en la manigua para iniciar el cimarronaje, Miguel Barnet supo que iba a escribir la vida misma como una novela.

Lejos estaba de suponer el poeta que a la vuelta de los años, con los setenta golpeando la puerta este 28 de enero, aquella vida y las de otros poblarían cientos de páginas disfrutadas, aplaudidas y estudiadas aquí, allá, en lenguas diversas, trascendidas por el ancla de la sinceridad y el aliento de las fábulas reales.

Esta vez, sin embargo, no voy a hablar de la obra de Barnet, de sus conocidos méritos literarios, de su jerarquía indiscutible en la creación literaria contemporánea.

Más bien quisiera imaginar al escritor como personaje de su propia novela y no precisamente de las vivencias que dejó entrever en Oficio de ángel, la única narración suya en la que se intuye la autobiografía.

Este Miguel irrumpe en Santa Clara, adonde su padre se ha visto conminado a refugiarse para no caer en desgracia ante los sicarios del Buró de Represión de Actividades Comunistas (BRAC). Mire usted, un hombre que no sabía qué era el comunismo, pero que al dar empleo a un individuo fichado como tal se convertía en blanco de la represión. La historia del progenitor le depararía una sorpresa. Permanecería en la ciudad del centro de la isla en tiempos de Revolución, leal a la misión industrial que le encomendó el Che Guevara.

¿Primera experiencia política del escritor? ¿Y aquella vez que descubrió entre la rutina de la oficina en la que desde casi adolescente trabajó hierros y papeles comprometedores?

Vino enero del 59 y con el amanecer una epifanía. Por las calles del Vedado vestido con una sotana que ocultaba un brazalete del 26 de Julio.

Un salto en el tiempo y la novela podría ser la de las peripecias del aprendizaje con Argeliers León y bajo la iluminadora inspiración de Fernando Ortiz. La emoción del primer libro de versos publicado y, por supuesto, el encuentro con Esteban Montejo.

Otro capítulo recorrería el hálito de la noche habanera en que conmovido por la despedida del Che escribió un minúsculo y grande poema en el papel de una cajetilla de cigarrillos.

En un momento determinado de la trama aparecerían otros personajes y se plantearían serias dudas existenciales. Puedo verlo en la terraza de Mercedes García, arriba del Club 21, trenzando los recuerdos de Rita Montaner como un muro de contención contra el ostracismo, o viajar a Camajuaní para que Roberto Prieto le enseñe los misterios de las parrandas de Sapos y Chivos, o pendiente de la llamada de Antonioni o Pasolini —no sé muy bien— que deseaba adaptar a la pantalla Canción de Rachel.

Y a todas estas como una palma real en el paisaje cubano, confiado en la Revolución y Fidel.

Los capítulos siguientes necesariamente nos remiten a la vorágine del individuo con vocación pública. Porque en la medida que fue creciendo y confirmándose su obra, desde muy dentro alguien le fue dictando las pautas de la participación activa en la sociedad.

¿De dónde saca tiempo y fuerzas para dirigir una fundación que integra la fuente viva de la cultura? ¿O para lidiar a favor de su país en los conciliábulos parisinos de la UNESCO? ¿O para representar en la Asamblea Nacional a Trinidad y Guanabacoa? ¿O ahora mismo para que la UNEAC sea expresión colectiva coherente del pensamiento y la acción de la vanguardia intelectual y artística cubana? ¿O para transitar por las comunidades asoladas por los huracanes? ¿O para dar cuerpo al proyecto de La Ruta del Esclavo?

Dos viñetas sazonarían el relato. En una está Miguel junto a Gerardo Alfonso y quien esto escribe en el aeropuerto panameño de Tocumen. Comentábamos cómo Hugo Chávez se sabía de memoria el poema dedicado al Che, cuando un europeo que viajaba hacia la isla a voz en cuello le decía a otro: "Verás qué bien la vas a pasar con las muchachas cubanas". Miguel interrumpe la conversación y salta como una fiera en defensa de la dignidad de nuestras compañeras. Gerardo y yo alistamos nuestros puños por si acaso.

En otra Miguel revela una frustración personal. Confiesa que le hubiera gustado ser cantante de ópera. Y para matarse el deseo entona Una rosa de Francia.

El final quedará abierto. A los setenta muchos nuevos capítulos seguirán escribiéndose de la novela de Miguel Barnet, un escritor que espanta la soledad con limpias metáforas y llena de vida cada uno de sus actos.

 

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