Esta pudiera semejar otra historia sobre malos y buenos tratos,
pero no lo es. Pretendo en cambio la argumentación liviana de una
premisa: muchos eventos ilógicos que a diario nos acontecen andan
sumergidos en una dinámica de absurdo. Había presentido dicha
sensación desde antes, pero nunca de forma tan condensada como la
palpé recientemente, en una serie de eventos continuos.
Comenzó a cuajar cuando al llegar una tarde a la casa, mi suegra
nos actualizó de sus últimas peripecias en Vivienda. En la mañana
había ido por segunda ocasión a la notaría para finalizar un trámite
de permuta, pero los documentos que debía entregar, ya mandados a
arreglar la vez anterior, ahora presentaban un error nuevo, carecían
de una información antes incluida.
Cuando recurrió a los responsables en la oficina de Vivienda no
preguntó quién ni por qué había suprimido el texto, solo pidió que
le rehicieran los papeles. En la última "versión", recibida al cabo
del tiempo, permanecían sin trazar los mismos datos suprimidos.
Menos por la caligrafía, todo estaba idéntico.
Al día siguiente sentí cristalizar aún más la impresión de
absurdo, cuando me entusiasmé con disfrutar, en el cine 23 y 12, del
filme Caótica Ana, dirigido por Julio Médem e incluido en la
muestra cinematográfica del Festival La Huella de España.
En él se narraba cómo una joven, iba descubriendo las raíces de
su ser esencial mediante viajes hipnóticos a vidas pasadas, las
cuales iniciaban 2 000 años atrás. Cuando el conteo regresivo del
tiempo de la película marcaba cero y alcanzaba su valor máximo la
tensión emocional¼ se detuvo la
proyección.
Media hora permanecimos los espectadores frente a la pantalla
estéril, gris entre las penumbras de la sala, oyendo los reclamos de
"ayer pasó igual", mientras protegíamos la ingenua esperanza de que
no, por favor, que no sucediera lo mismo.
Finalmente, no tuvimos ante nuestros ojos el desenlace de Ana,
sino el ticket de emergencia para que viéramos otra película, y la
explicación de que el único cine destinado a proyectar, en tandas
irrepetibles, las películas del XXI Festival, había recibido copias
defectuosas.
Para despejar el mal sabor de lo inconcebible y construir mi
propio final feliz vespertino, decidí irme a merendar a la casa del
perro Frankfurt, a unos metros del lugar. Peor idea.
Con paciencia casi agotada aguardaba un poco de atención,
mientras observaba cómo la dependienta de las mesas de al lado
servía con diligencia a las personas que llegaron de últimas. Cuando
por fin alguien se interesó por mi orden solo pedí un pan, pues el
refresco que ofertaban "adentro" era enlatado y yo deseaba del
dispensado que vendían en la barra de "afuera"; es decir, en el
portal del mismo sitio.
Al ir a comprarlo me espetaron: "¡Con la mesera!", lo cual me
hizo reflexionar. "Ah, es que soy una mal pensada, aquí no existen
esas incongruencias que a diario nos exasperan, los productos
ofertados en diferentes espacios de una misma unidad pueden
consumirse en otras áreas. ¡Qué bien!".
Sin embargo, mi confusión fue más que total cuando la camarera
respondió: "No, lo único que yo debo hacer es traer el vaso", y
efectivamente ahí lo puso, chorreando toda el agua de su reciente
fregado.
Urgida como estaba del líquido, ignoré el enojo, tomé el
recipiente resbaladizo y fui en pos del refresco, pero qué va, en
ese momento quienes despachaban hacían un balance de cuentas, e iban
a tardar. El pan, por supuesto, lo engullí en seco, y en ese
instante la idea del absurdo tomó un poco más de cuerpo, se
convirtió en un nudo que también conspiró contra mi garganta
atorada. Ya en la mañana siguiente su presencia era completamente
desinhibida, tangible.
Sentada en un aula del instituto Internacional de Periodismo José
Martí, compartía junto a una veintena de colegas la culminación de
un curso de lujo: ocho jornadas habíamos tenido para que los
escritores Eduardo Heras León y Francisco López Sacha nos develaran
las mañas y el ingenio milagroso de quienes, a lo largo de la
historia de la literatura, supieron narrar como ángeles.
Para impregnarnos de sus luces dispusimos de un local cómodamente
equipado y climatizado, con merienda y almuerzo incluidos, sin
demanda de pago alguno. Una suerte de todo a precio de nada,
evidencia de la realidad maravillosa que nos rodea y se manifiesta
en tristezas y alegrías, dramas y comedias, certeza irrefutable de
la noción de absurdo que nos acompaña.