Llegan los recién
graduados universitarios, los técnicos de nivel medio y obreros
calificados para iniciar su vida laboral con el olor a escuela
impregnado en la piel. Vienen llenos de expectativas, y sus ansias
renovadoras contagian el acontecer del centro, del que recibirán la
experiencia aportada por generaciones precedentes.
Vibran alegres, desprejuiciados, un tanto irreverentes como es
esa juventud decidida, emprendedora, armada de opiniones propias,
creadora, sin deudas de favores a ajenos que cercenan la voluntad y
el verbo, incansables buscadores de nueva información para nutrir el
intelecto, y también inexpertos, necesitados de apoyo para iniciar
la marcha luego del paso del aula al puesto de trabajo.
La entrada de los egresados de diferentes especialidades es una
inyección que no solo trae como destino aumentar la producción y
rebajar la edad promedio del colectivo al cual se unen. Es una
magnífica oportunidad —en especial para los experimentados— de
interactuar, abrir espacio a un dar y recibir de beneficio común, en
el que los menos jóvenes han de confiarles a los bisoños todo su
caudal de conocimientos atesorado durante décadas.
Recalquemos una frase: "todo su caudal", no una parte, guardando
aquellos secretos que el maestro decide preservar para sí con el
ánimo de llevarle una ventaja al alumno, como para que no se olvide
de quién ostenta la superioridad. La Revolución mucho se ha empeñado
en desterrar el egoísmo y no tiene razón de ser la egocéntrica idea
de "te enseño, pero hasta un punto". Los avezados trabajadores de
hoy, también un día fueron aprendices, y seguro reclamaron para su
desarrollo la mayor atención de quienes los apadrinaron.
No existe mayor satisfacción que ver el avance de un joven a
quien nos han puesto en nuestras manos para adiestrarlo en su nueva
responsabilidad, camino no exento de incomprensiones y detalles por
pulir de ambas partes. Precisamente la mayor alegría, cuando se haya
cumplido con honor la obra de enseñar, será saber que el discípulo
—si se esforzó al máximo y fue receptivo— al llegar a la madurez
supere con creces lo hecho por su profesor.
Acá se nos antoja comparar ese proceso del aprendizaje mutuo,
desde el mismo instante en que el muchacho (a) llega al centro y se
le presenta en público, con la máxima de aplicar el fair play (juego
limpio) tan pretendida por el olimpismo en el campo del deporte. No
hay medalla más merecida que la ganada en igualdad de condiciones
con el émulo, en fraternal campaña, sin buscar ventajas ni emplear
subterfugios. El engaño sabe a hiel, y quienes en su momento no
compartieron con el novato hasta el último renglón del conocimiento,
quedarán descalificados en esta carrera cotidiana.
¿Acaso cejamos en el diario intento de educar y transmitirles
enseñanzas a nuestros hijos aunque comprobemos que se parecen más a
su tiempo que a nosotros mismos? Pues asumamos así a quienes
heredarán nuestras tradiciones laborales. Aquel que receloso no da
lo mejor de sí porque piensa que en el futuro ese joven lo
desplazará, arrastra una inseguridad elevada a la máxima expresión.
Un profesional o un obrero convencido de su valor y satisfecho con
su aporte, nunca verá esos fantasmas a su alrededor, por el
contrario, tratará de sumar a su acervo personal las técnicas más
modernas para mantenerse actualizado, capaz, dispuesto y competente,
satisfecho de contar como compañero a quien un día tuvo por alumno.
La vida es un terreno en el que es preciso correr libre, sin peso
muerto sobre las espaldas. De nada valdrá esconder la bola y dejar
escapar el regocijo de un padre orgulloso de su creación.