Hoy día, los directores de cine se siguen nutriendo de obras
teatrales exitosas, pero en la adaptación se empeñan por lavarlas
hasta el infinito y quitarles cualquier tufo que pueda denunciar su
procedencia: transforman diálogos, filman exteriores, inyectan
movimiento, y ni siquiera tienen que recordarles a los actores que
"el tono" debe ser otro.
Sabido todo lo anterior, Juan Carlos Cremata filmó El premio
flaco, sobre la obra homónima de Héctor Quintero y lo hizo,
casi, a puro teatro y respetando la letra.
Lo primero que resalta de este reto artístico a contracorriente
con el quehacer actual, es su sensibilidad para capturar una época
con los sueños propugnados por la propaganda comercial como único
remedio para transformar vidas. No importa que los personajes, en
una obra que ya tiene medio siglo, hayan sido trajinados muchas
veces en historias aproximadas y hoy hasta nos puedan parecer
arquetípicos. En El premio flaco, lo mismo por lo que
expresan, como por el mundo que llevan dentro, esos personajes se
proyectan revitalizados, producto del serio trabajo de composición
dramática que se hizo con ellos.
La tragicomedia de Iluminada Pacheco ––afortunada ama de casa que
compra un jabón y se gana una casa–– va tomando cuerpo con un buen
ritmo y actuaciones femeninas que serán consideradas memorables, con
la protagonista Rosa Vasconcelos a la cabeza, y termina en un último
acto en que lo esperpéntico y melodramático, por reiterativo y hasta
desbordante, debió tener (en pantalla, donde el tiempo se siente
diferente) un poco de contención.
Un subrayado de atmósfera profundamente teatral que se pensó
propicio para insertar la tesis moralizante acerca de la maldad que,
menos a la compasiva Rosa, termina por devorar a todos los
personajes. Malevolencia simbolizada, con su remedio romántico,
esperanzador, en la imagen deslavada, de ojos claros y luminosos,
tanto del joven que porta los libros y no vive en el corazón del
barrio marginal, como de la niña que gracias a su porte y
sensibilidad, no parece pertenecer a la "tralla" que allí habita.
Ambos, compadeciéndose, marcharán a la cola de los antiguos amigos
de Rosa, ahora convertidos en una masa de ingratos que se burlan de
la desgracia de la buena mujer, que ha tenido que volver a sus
andanzas del circo.
Un signo de la esperanza, de la solidaridad y de creer en un ser
humano mejor frente a las vicisitudes que está plasmado en la obra,
pero que en la película pareciera demasiado "enganchado" en sus
deseos de concretar un guiño de ilusiones.
Por lo demás, un filme eficaz y con valores artísticos,
incluyendo las actuaciones, una a una, sobre el que habrá que
volver.
La sexualidad presente en la conocida y bien valorada XXY,
de Lucía Puenzo, vuelve a estar presente en El niño pez,
incluso mediante la misma actriz de su primera película, Inés Efrón,
representando ahora a una adolescente que se enamora (perdidamente)
de la atractiva criada paraguaya que labora en su casa, la que
también es pretendida por el regente de familia y padre de la
primera. Prometedor comienzo de una historia que parece centrarse en
un conflicto familiar entre padres e hijos, pero que luego abre las
alas de forma tan abarcadora que termina convirtiéndose en una de
esa denominadas películas para "todos los públicos", tiroteos y
finales felices incluidos. La Puenzo sabe filmar, de eso no hay
duda, pero en esta historia, nacida de una novela suya, le sobran
subtramas y deseos demasiados comerciales de "agradar". Para
destacar, la escena submarina del niño pez que deja con deseos de
seguir sabiendo.