Diago, la casa y el árbol

VIRGINIA ALBERDI BENÍTEZ

La dimensión espectacular centellea ante los ojos del espectador. Pero las pupilas deben prepararse para auscultar el verdadero sentido de las formas. Una filosofía del arte, que es al mismo tiempo una manera de entender la vida, permea la obra de Roberto Diago Durruty, quien acaba de desplegar su más reciente creación en la galería Villa Manuela, de la UNEAC, en la exposición Un lugar en el mundo.

Hablo de una filosofía que se ha hecho mucho más concentrada y esencial en la misma medida en la que el artista se ha ido despojando de todo tipo de pretensión sociológica. No digo que hayan sido inútiles aquellas instancias en la que el discurso tendía a afirmar códigos de pertenencia étnica y extracción social. Por el contrario, la obra de Diago en los tres últimos lustros contribuyó, quizá como ninguna otra en nuestro medio, a legitimar desde la mayor exigencia artística, un espacio de respeto hacia los aportes de la cultura del barrio y del mestizaje a la estética y la ética ciudadana de nuestros días.

De aquellos trazos, la crítica Ivonne Muñiz señalaba hace unos cinco años: "No es la anécdota ni la figura humana lo que le interesa representar, sino su espiritualidad, sus urgencias, sus contradicciones; la sacralización de un mundo desacralizado, cotidiano, aparentemente intrascendental en el que apenas nos detenemos a pensar".

El Diago de ahora proviene de aquel en un tránsito natural, que demuestra un elevado grado de madurez en la proyección artística. Ahora el artista se mira por dentro y nos invita a compartir una experiencia decantada por una admirable economía de medios expresivos, articulados, eso sí, mediante una visualidad estimulante. Se advierte una ampliación de la gama cromática, sin que dejen de predominar los planos oscuros. Se divisan constantes de su iconografía: la cabeza negra con cauríes por ojos. Y sobre todo, sorprende por la utilización de soportes que dignifican la rudeza de los materiales: la tabla sobre la cual registra signos gráficos y los bastidores de palos de marabú que se vertebran en sucesiones infinitas.

Todo ello son recursos tácticos de un artista que se propone arrimarnos a una estrategia muy precisa: la revelación de nuevos gestos afirmativos sobre la raigalidad de la condición humana. Diago reivindica la casa, la simiente, el árbol, la intimidad desde la cual el hombre comienza a ser él mismo para los demás.

Un lugar en el mundo es un testimonio de fe en la fuerza del ámbito donde se funda la especie. En ese sentido puede verse también como un canto al núcleo de resistencia de nuestra identidad.

 

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