La
dimensión espectacular centellea ante los ojos del espectador. Pero
las pupilas deben prepararse para auscultar el verdadero sentido de
las formas. Una filosofía del arte, que es al mismo tiempo una
manera de entender la vida, permea la obra de Roberto Diago Durruty,
quien acaba de desplegar su más reciente creación en la galería
Villa Manuela, de la UNEAC, en la exposición Un lugar en el mundo.
Hablo
de una filosofía que se ha hecho mucho más concentrada y esencial en
la misma medida en la que el artista se ha ido despojando de todo
tipo de pretensión sociológica. No digo que hayan sido inútiles
aquellas instancias en la que el discurso tendía a afirmar códigos
de pertenencia étnica y extracción social. Por el contrario, la obra
de Diago en los tres últimos lustros contribuyó, quizá como ninguna
otra en nuestro medio, a legitimar desde la mayor exigencia
artística, un espacio de respeto hacia los aportes de la cultura del
barrio y del mestizaje a la estética y la ética ciudadana de
nuestros días.
De aquellos trazos, la crítica Ivonne Muñiz señalaba hace unos
cinco años: "No es la anécdota ni la figura humana lo que le
interesa representar, sino su espiritualidad, sus urgencias, sus
contradicciones; la sacralización de un mundo desacralizado,
cotidiano, aparentemente intrascendental en el que apenas nos
detenemos a pensar".
El Diago de ahora proviene de aquel en un tránsito natural, que
demuestra un elevado grado de madurez en la proyección artística.
Ahora el artista se mira por dentro y nos invita a compartir una
experiencia decantada por una admirable economía de medios
expresivos, articulados, eso sí, mediante una visualidad
estimulante. Se advierte una ampliación de la gama cromática, sin
que dejen de predominar los planos oscuros. Se divisan constantes de
su iconografía: la cabeza negra con cauríes por ojos. Y sobre todo,
sorprende por la utilización de soportes que dignifican la rudeza de
los materiales: la tabla sobre la cual registra signos gráficos y
los bastidores de palos de marabú que se vertebran en sucesiones
infinitas.
Todo ello son recursos tácticos de un artista que se propone
arrimarnos a una estrategia muy precisa: la revelación de nuevos
gestos afirmativos sobre la raigalidad de la condición humana. Diago
reivindica la casa, la simiente, el árbol, la intimidad desde la
cual el hombre comienza a ser él mismo para los demás.
Un lugar en el mundo es un testimonio de fe en la fuerza del
ámbito donde se funda la especie. En ese sentido puede verse también
como un canto al núcleo de resistencia de nuestra identidad.