No conozco las estadísticas de audiencia de la recién finalizada
miniserie Mucho ruido, que pasó por Tele Rebelde desde el
último periodo vacacional hasta la pasada semana. Pero me atrevería
a sugerir que en una próxima retransmisión sería bueno advertir que
más que una serie para adolescentes, su destino debe ser la familia,
padres y abuelos incluidos, y los maestros. Porque su contenido se
asemeja, en términos de actualidad, a los propósitos de las novelas
de aprendizaje.
Esto nada tiene que ver con el didactismo ramplón de ciertos
programas de orientación social que se valen de representaciones
dramáticas maniqueas. Si algo mereció destacarse en Mucho ruido
fue la organicidad de las historias contadas y entretejidas mediante
un diseño coral —la confluencia de varios personajes en un grupo y
en un ámbito de convivencia común— que permitió al telespectador
sumergirse en identidades y diferencias, y valorar los múltiples
sentidos de una etapa definitoria en el crecimiento humano.
No hubo espacio para la complacencia, pero tampoco afloró el
tremendismo demoledor con que en otras expresiones narrativas que
abordan la realidad cubana de nuestros días se suele condenar el
presente como una carga fatal. El aire de cotidianidad de la trama
—aún cuando no se escamotearon situaciones límites como las de la
madre irresponsable asumida con entereza por Silvia Águila; el padre
alcohólico de Ernán Xor Oña, en cada nuevo papel más convincente; y
la tensa relación entre una madrastra desbocada de Ketty de la
Iglesia, un tanto caricaturesca, y su entenada—, hizo mucho más
creíbles los conflictos y fue planteando interrogantes y disyuntivas
a las que deben responder el joven y adulto, el que se abre al mundo
y el que lo recibe instalado en este, el aprendiz y el maestro.
Tal mérito correspondió a la segura conducción de la narración
televisual por parte de Mariela López, quien supo atar cabos no
siempre bien balanceados en un guión prometedor tanto en cuanto a
demostración de oficio como en la exposición sincera de un abanico
temático que recorrió desde la sexualidad y las disfunciones
familiares hasta la educación sentimental.
Otro tanto a favor se anotó su directora en la conducción de
actores. Era desafiante conjugar diversos niveles de experiencia en
un elenco donde a figuras establecidas como Corina Mestre y Marta
del Río, y gente ya madura en el medio como Amarylis Núñez, Yasmín
Gómez, Dianelis Brito, Irela Bravo y el siempre sorprendente Osvaldo
Doimeadiós, por solo citar algunos de los más prominentes, se
unieron jóvenes talentos, muchos de ellos sin haber terminado sus
estudios. Controlar el tono de las actuaciones, atemperarlas a las
exigencias dramatúrgicas, y sacar partido a sus mejores
posibilidades, resultó un ejercicio mucho más loable cuando se sabe
cuán precarias son las condiciones de producción.