Nadie habló, sin embargo, de algo que parece increíble. ¿Cómo
rayos se permite la ingestión de bebidas delante de una obra a la
que han rodeado de medidas de seguridad excepcionales?
Sobre la pintura de Da Vinci no solo se cierne el misterio de la
enigmática sonrisa de la modelo, Lisa Gherardini, una florentina del
quattrocento que se casó con el próspero comerciante de telas
Francesco Bartolomeo del Giocondo, quien encargó al pintor un
retrato de su joven esposa que este nunca entregó y llevó consigo a
Francia, donde mucho después fue adquirido por Francisco I.
También han aflorado las más diversas hipótesis acerca de cambios
significativos en su factura debido a agresivos procesos de
restauración llevados a cabo entre los siglos XIX y XX.
El ingeniero Pascal Cotte, en el 2007, expuso en el complejo
Metreon de San Francisco un repertorio de imágenes digitales tomadas
por él con una cámara especial para demostrar cómo detalles de la
imagen original de la mujer habían sido adulterados.
Según su investigación la carencia de cejas y pestañas no se
debió ni a depilación ni a enfermedad; sencillamente unas y otras
resultaron borradas por restauradores.
La exhaustiva indagación de Cotte llegó además a la conclusión de
que los colores que imprimió Da Vinci a su retrato no eran
exactamente los que ahora muestra la tabla de álamo, actualmente
saturada de verdes, amarillos y marrones, cuando todo parece indicar
que en un principio la gama se recreaba en azules claros y blancos
brillantes.
A estas supuestas distorsiones se suman las apropiaciones que han
corrido por cuenta de notorios artistas con sus versiones
desacralizadoras. Con la irrupción de las vanguardias en el siglo
pasado, algunos de sus más conspicuos representantes decidieron que
había llegado el momento de poner en solfa uno de los íconos de la
figuración premoderna.
En 1919, Marcel Duchamp, uno de los líderes del Movimiento Dadá,
y por cierto, admirador de nuestro José Raúl Capablanca, reprodujo
La Mona Lisa con bigotes y perilla. El gesto iconoclasta
incluyó también el título: LHOOQ, acrónimo de una locución que en
francés equivale a "ella tiene el trasero caliente".
El más surrealista de todos los surrealistas, Salvador Dalí, no
quedó atrás y en 1954 puso su rostro de fingido lunático sobre el de
la Gioconda. Diez años después trató de explicar por qué se ataca
tanto a La Mona Lisa a partir de especulaciones freudianas.
Otro de los grandes artistas contemporáneos, el colombiano
Fernando Botero pintó un lienzo titulado Mona Lisa a los 12 años,
sobre la base de su peculiar estética de volúmenes físicos
exagerados, que desde 1961 forma parte de los fondos del Museo de
Arte Moderno de Nueva York.
Y no faltó tampoco el toque pop del norteamericano Andy Warhol,
obsesionado con la reproducción seriada típica de la llamada cultura
de masas.
A fin de cuentas, estas incursiones y muchas otras han estado
inspiradas en el reconocimiento de un hecho cierto: el cuadro de Da
Vinci es uno de los símbolos más exitosos de la cultura universal,
de modo que aproximarse a este, aunque sea desde la ridiculización o
la iconoclastia, es después de todo un homenaje.
Jorge Luis Borges, el inefable argentino, no fue ajeno a ese
influjo. Por eso, cuando en el invierno porteño de 1944 encontró por
primera vez a Estela Canto, el gran amor de su vida, y después de
escucharla citar de memoria pasajes de George Bernard Shaw, la
conquistó diciéndole, por supuesto, en inglés: "Tiene usted la
sonrisa de la Mona Lisa y los movimientos de un caballito de
ajedrez".