Mientras Rosángela, allá en Cuba, soñaba con el inicio del 
			preescolar, su padre Arisbel Ortega Vidal temía perderse los días de 
			escuela de su hija. Era la noche del 1 de septiembre del 2008, pero 
			desde hacía algunas horas llovía sobre las montañas de Gonaives.
			De otro modo, nadie se explicaría la avalancha de agua que llegó 
			a la ciudad y que en menos de dos horas sumergió algunas zonas a más 
			de un metro. El nivel ascendía, la corriente aumentaba, el pueblo 
			permanecía a oscuras. Para ese entonces muchos caminos ya se 
			tornaban intransitables. 
			Enseguida alertamos al resto de los cubanos. Nosotros habitábamos 
			un campamento ubicado en una parte muy baja y los 12 tuvimos que 
			subir al techo, cuenta el doctor Arisbel, al frente de la brigada 
			médica que presta servicios en Gonaives. 
			Mi teléfono no paraba. Llamadas del MINREX en Cuba, del embajador 
			nuestro aquí, del coordinador de la brigada en Haití... todos 
			preocupados. Las rutas parecían imposibles, el viaje desde la 
			capital tomaba más de 10 horas y está a 150 kilómetros de aquí. Los 
			helicópteros no podían venir desde Cuba por el mal tiempo. No 
			existían tampoco medios para una posible evacuación.
			Antes de la 1 de la madrugada todos los colaboradores habían 
			tenido que subir a lugares altos. Dimos orientaciones de quedarse en 
			esos sitios pero el chofer Raudel Pedroso y el enfermero Iván Giro 
			arriesgaron sus vidas para felizmente salvar las nuestras, sin 
			perder la de ellos.
			Con un carro que posee un guinche y un filtro de agua arriba 
			(permite que aunque el motor se moje, no se apague) Raudel e Iván se 
			acercaron al campamento, amarraron el cable a una reja y nos 
			trasladaron a una casa más alta donde radicaban los cooperantes de 
			la Misión Milagro, recuerda Arisbel.
			Mayor destreza acompañaría a Raudel noches después durante el 
			rescate de trabajadores eléctricos que montaban grupos electrógenos.
			
			Con el auto hundido hasta la mitad de la ventanilla recorría una 
			calle con huecos, describe Raudel. La ciudad continuaba apagada y 
			fue entonces cuando comencé a acelerar y a frenar para simular olas 
			y ganar en claridad con las luces del yipi mientras el agua 
			retornaba. Así logré llegar hasta el hotel donde hacía más de tres 
			días esperaban mis coterráneos. 
			En otro de los lugares, el hospital de K-Soleil, el agua subió a 
			2.30 metros. Esa noche, aclara Arisbel, cumplían su guardia médica 
			tres mujeres y debieron subir al techo de una iglesia. Allí 
			permanecieron hasta el día tres por la mañana en que pudimos 
			sacarlas porque descendió un poco el nivel de las aguas. 
			Nueve cubanos que también trabajaban en esa institución 
			estuvieron 18 horas por los techos del vecindario. Bajo nailon 
			algunos, sin comida todos... Allí resistía el doctor Yanier Morales 
			Manganelly, quien en una ocasión entró a la casa sumergida para 
			buscar unas latas de carne con las cuales alimentar a sus 
			compañeros. 
			La situación no era menos tensa para los 10 cooperantes que 
			habitaban la casa del hospital La Providence. La cercanía los llevó 
			al centro médico: primero ocuparon la planta baja, luego la segunda¼ 
			y terminaron en la azotea. Se mantuvieron a salvo ellos y cuidaron 
			además de 40 pacientes hospitalizados, 15 de ellos en estado grave.
			A diferencia del otro gran temporal (Jeanne en el 2004) en el que 
			todos los ingresados se ahogaron porque nadie los evacuó ni asistió, 
			esta vez en La Providence ninguno murió a causa de las inundaciones.
			La obligada subida a la azotea por una maltrecha escalera de 
			madera fue quizás uno de los momentos más dramáticos: todos querían 
			subir al mismo tiempo, teníamos que hacerlo con sumo cuidado y a 
			veces cargando a un paciente, rememora el doctor Bárbaro Hernández.
			La ayuda de dos residentes haitianos graduados en Cuba, Jonathan 
			Augustin y Marcel Chatelier, fue decisiva también en la 
			supervivencia de los hospitalizados que, definitivamente, fueron 
			socorridos el día 3 por helicópteros de las tropas de la ONU que 
			operan en Haití.
			Muchos haitianos nos decían que estábamos locos porque nos veían 
			intentando el rescate y la evacuación en medio de aquel desastre, 
			explica Arisbel, pero todos logramos salir con vida. 
			Después de la inundación comenzaba el trabajo más duro: 
			epidemias, hambre, desesperación... No podíamos abandonar al pueblo 
			de Gonaives. Se tomó la decisión de reducir la brigada por si era 
			preciso evacuar rápidamente y nos quedamos 13 compañeros, encargados 
			de los servicios imprescindibles.
			Fuimos los únicos que en aquellos días brindamos asistencia 
			médica. El enfermero Gerardo Solís sufrió incluso de malaria y 
			paludismo mientras salvaba vidas, pero en ningún momento nos 
			retiramos, asegura Arisbel. Todavía seguimos aquí a pesar del mal 
			tiempo que pueda venir. 
			
			Cuando llegaron las lluvias de este año ya los cubanos de 
			Gonaives sabían los lugares más vulnerables a inundaciones y los 
			posibles sitios de evacuación. Esa fue apenas una de las primeras 
			disposiciones tomadas para enfrentar la temporada ciclónica. 
			De 91 personas que laboraban allí en el 2008, hoy, entre 
			maestros, ingenieros y médicos apenas llegan a 28, y poseen reservas 
			de agua, alimento y combustible para 30 días. 
			Han sido identificados además los centros donde se trabajará; 
			ubicados en zonas altas, aunque en esa ciudad casi nada está exento 
			de inundarse cuando las precipitaciones se vuelven perennes. 
			Para comprobar la efectividad de estas medidas una delegación de 
			la Defensa Civil cubana visitó recientemente Gonaives. Allí se 
			detalló también la zona donde pudieran aterrizar helicópteros 
			nuestros, de ser necesario. 
			Todos están convencidos de que las aguas volverán, pero hasta los 
			haitianos se resisten a vivir una historia similar. Estos días han 
			estado retirando los escombros que, 9 meses después, ilustraban 
			todavía las secuelas de su última primavera.