Si lo observabas trabajando en los entrenamientos, esforzado,
exigente, especialmente con su hija Rosir, quizá te resistías a
creer que aquel hombre, de gestos austeros y ligero andar sobre el
tablado, era al mismo tiempo un ser alejado de la corrosiva vanidad,
respetuoso del decir ajeno, aunque ese verbo albergara una crítica.
Ayer, a los 55 años, tras una larga enfermedad que lo distanció
de su tan amado voli, falleció Luis Felipe Calderón Bless. Comenzó
como atleta de la selección nacional en la década de los setenta del
siglo pasado. Una vez retirado, condujo elencos juveniles hasta
llegar a director técnico de la escuadra femenina de mayores, con la
que ganó el oro en los Juegos Olímpicos de Sydney 2000 y el bronce
de Atenas 2004.
Nunca hizo alarde de sus éxitos, ni de haber tenido bajo su mando
a estrellas universales; la vorágine de enfrentar una tras otras las
competencias tampoco dejaba mucho tiempo para vanaglorias. Aprendió,
junto al maestro Eugenio George, que únicamente la dedicación y el
diario esfuerzo son garantes del triunfo. Esa semilla de
laboriosidad la sembró en su hija, hoy una estelar del equipo Cuba.
No sé cuántas veces lo hallé allí, durante los descansos en la
pequeña cancha del Cerro Pelado, rodeado de los amigos del voli y de
otros deportes que reconocían en Calderón a alguien capaz de
animarles el día tan solo con una breve frase.