El Aleph de Zaida del Río

VIRGINIA ALBERDI BENÍTEZ

Si, dándole crédito a Jorge Luis Borges, el Aleph "es uno de los puntos del espacio que contienen todos los puntos", tendríamos que convenir que cada obra de Zaida del Río, sobre todo las de más reciente factura, resume todas las líneas de sus obsesiones líricas.

El gran hipnotizador, muestra de 25 piezas sobre tela y papel acogida por el Museo de la Ciudad, despliega ese febril manierismo en el que tierra, mar, naturaleza, persona se funden en un cosmos infinito e infinitesimal a la vez. Casi no hay espacio sin llenar en cada composición, casi no hay divisiones entre la materia real y la soñada, casi no se puede respirar ante el cúmulo de detalles que se agolpan y entretejen con aplastante densidad. Pero, al mismo tiempo, la mirada del espectador recibe la sensación de lo inabarcable cuando planea la mirada por la vastedad de las superficies pobladas por esa criatura que desde eras pretéritas es un ícono de múltiples significados: el pavorreal. Si en la época bizantina era símbolo de la resurrección y la incorruptibilidad, y en la astrología medieval era la clave de la plenitud y la totalidad, a Cuba llegó asociado a Ochún que agradece su plumaje.

Zaida del Río, lo sabemos, ha sabido labrarse una iconografía muy suya, a partir no solo de sus estudios académicos (Escuela Nacional de Arte, Instituto Superior de Arte, École des Beaux Arts de París), sino de sus vivencias campesinas. Porque para alguien que nació en una zona rural del centro de la Isla no es posible desconocer la semántica de la manigua ni los códigos de las aves del monte. Con ellos viaja en el tiempo, conquista nuevos espacios y aprende, tanto como lo ha hecho de lecturas poéticas y conversaciones, de visitas a museos y observaciones empíricas. Todo eso se traslada, de una manera u otra, a tropos pictóricos donde la imaginación rinde pleitesía a los sueños.

De su obra alguna vez dijo Miguel Barnet: "Nadie puede sustraerse al poder mágico de sus figuras; ni siquiera aquellos que no sepan jamás interpretarlas". Mucho más útil es el ejercicio de sentir la impronta de sus realizaciones, que el intento por descifrar una narración, o aventurar una lectura hermenéutica.

Para Zaida el Mito es una condición lúdicra. Jugar con la capacidad de fabulación mitológica está en el centro de su arte poética. En obras como Plenilunio, donde el pavorreal concentra y expande su exuberante naturaleza desde una figurilla de mujer en el núcleo del ave, o Profecía, revelación donde se entrecruzan Eros y la vegetación, la contemplación sensorial se impone.

No puede ser de otro modo el implante visual de una creadora que confiesa presentir "ángeles escondidos en todas las habitaciones y caminos; cada vez que quiero tiendo alrededor de mí un bosque y un río y así mis pasos nunca son vacíos ni faltos de amor".

Al final del recorrido visual por las obras de Zaida en el Museo de la Ciudad, volvemos a recordar a Borges. La artista nos ha hecho vislumbrar "ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo".

 

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