Un caso fue cuando hace varios años se pensó que el coloreado de
las imágenes sería el bisne del siglo, porque permitiría impregnarle
nueva vida a filmes importantes realizados en blanco y negro.
Alboroto, mucha propaganda, capitales a toda vela, pero al final el
viento dejó de soplar cuando las estadísticas demostraron que, más
allá del lógico fisgoneo de los primeros momentos, no interesaba
realmente ver en colores Casablanca o El chicuelo.
A tal "invento" de la industria les fueron encima cineastas y
críticos por cuanto la obra artística original se desvirtuaba con la
colorida lechada, y no faltaron realizadores en declarar que
preferían darle candela a sus negativos, antes que verse envueltos
en el aquelarre mercantil.
Y por supuesto, estaban los espectadores, defendiendo a capa y
espada la huella fílmica en el recuerdo.
Cuando hace unas semanas escribí en estas mismas páginas acerca
de los cincuenta años de La dulce vida, me vi tentado a
publicar una foto actual de Anita Ekberg, como es lógico, a años luz
de la rutilante rubia a la que Fellini obligó una fría noche a
bañarse en la Fontana di Trevi. Y aunque está muy bien que un
artista envejezca delante de las cámaras (y no huya, como en su
tiempo lo hiciera Greta Garbo, aunque hay que respetarle la
decisión), lo cierto es que no quería empañarle la memoria a los que
un día salieron locos del cine con el emblema que representaba
aquella mujer, en aquella película.
Parecería una frivolidad, pero quisiera defender la tesis del
"momento en el recuerdo", ese que mediante el cine nos evoca días,
circunstancias, primeros amores nacidos en la pantalla, una matiné
(pocas) con mi madre al lado, tomándome la mano, en fin, la dulce y
a la vez traicionera nostalgia.
A los espectadores de mi generación, un análisis serio los
obligaría a reconocer que muchas de aquellas mujeres que desde las
pantallas nos seducían eran productos del Sistema de estrella y
estaban allí para engatusarnos y tumbarnos la peseta. Dictamen
preciso y nada romántico, pero comprensible a esta altura del juego,
cuando cada vez que pasan por la televisión la Elena de Troya
de los años cincuenta, con Rossana Podestá vestida de blanco,
modosita ella, me quedo hipnotizado viéndola; ¡ah, vieja novia!, que
no tan bonita era (pienso ahora), pero que de noche, cabeza en la
almohada, me hacía volar hacia las estrellas.
¿Y qué decir de Kim Novak y su halo de misterio, aquella manera
de mirar que nos hacía creer a todos que podíamos ser su salvador y
a la vez el feliz recompensado, una vez que el viejo James Stewart
dejara de perseguirla en Vértigo?
Durante años, Hollywood nos engañó con sus historias trucadas y
sus cowboys mata indios, que una vez creímos buenos. Pero primero de
niños creciditos, y luego de adolescentes, nos quedamos con sus
mujeres. Y que conste: nada de dulce venganza por haber tenido que
pagar por ellas.