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Crisis Económica Global
¿Hasta cuándo?, ¿hasta dónde?
OSVALDO MARTÍNEZ*
A
partir del verano del 2008 la crisis económica capitalista ha
avanzado con rapidez desde una crisis sectorial de valores
inmobiliarios en Estados Unidos, que devino poco después crisis
financiera en ese país, para extenderse de inmediato a todo el
mercado financiero globalizado y por último, revelarse como la
crisis económica global que hoy envuelve a la economía real y hace
sentir sus efectos a escala mundial.
En ese turbulento período inferior a un año fueron derrumbándose
varias falacias que habían adquirido valor de supuesta ciencia en
los largos años de esplendor del Consenso de Washington, la
desregulación y el estado considerado el villano de la economía
siempre que interviniera en ella. No pocos neoliberales doctrinarios
de ayer, son hoy críticos de la desregulación y se han pasado a las
filas de los keynesianos, partidarios de la regulación estatal. La
retórica del mercado "libre" ha sido sustituida por la retórica del
mercado regulado, pero poco o nada se ha regulado.
La crisis es ya la más profunda desde la ocurrida en los años
treinta y probablemente pueda hablarse ya de una depresión en curso,
que sería la etapa más cruda de ella y estaría caracterizada no solo
por el desplome de valores financieros, sino por la paralización del
crédito, la caída del comercio mundial, el descenso de la producción
industrial, la merma en las ventas y el aumento alarmante del
desempleo, que en Estados Unidos está devorando más de 600 000
puestos de trabajo cada mes. Y se dibuja en el horizonte la
tendencia que podría marcar su máxima intensidad: la deflación.
Hasta ahora, la crisis ha alcanzado una intensidad tal que arrasó
las versiones tranquilizadoras emitidas por el Fondo Monetario
Internacional (FMI) cuando aseguraba que ella sería breve y de
escasa intensidad. Descenso del 6,3% en el PIB de Estados Unidos,
del 4% en Europa, y del 10% en Japón en el primer trimestre del
2009, disminución del comercio mundial, acelerado aumento del
desempleo que alcanza 8,5% en Estados Unidos y hasta 15% en España,
caída en la producción industrial que tiene como símbolo la
postración de General Motors, Ford, Chrysler, son algunos de los
indicadores que ilustran su gravedad y su carácter global.
Dos preguntas centrales se plantean gobiernos, empresarios,
sindicatos y personas de cualquier país ante ese proceso que va
abarcando y golpeando a todos: ¿cuánto durará la crisis? Y ¿hasta
dónde llegará su intensidad?
La primera pregunta ha recibido variadas respuestas, algunas de
valor nulo por su evidente intención de tranquilizar, en un remedo
de la orquesta del Titanic lanzando alegres notas mientras bajaban
los escasos botes de salvamento. Un ejemplo es la opinión de Ben
Bernanke, el presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos, al
decir que la crisis se resolverá en el 2009 y el año próximo todo
volverá a marchar igual.
El FMI, esa calamidad global que el G-20 pretende erigir en
baluarte y salvadora de la economía mundial, ha hecho piruetas con
sus pronósticos. A principios del 2008 decía que no habría crisis y
que la economía mundial, actuando como casino de juego global,
continuaría con buena salud. En noviembre del 2008, con la crisis ya
en curso, pronosticó un crecimiento mundial del 2,2% en el 2009. En
enero del 2009 lo redujo al 0,5% y en marzo admitió que sería
negativo, en un alarde de consistencia y exactitud.
La realidad es que el FMI, el Banco Mundial, y la Organización
para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) ni fueron
capaces de pronosticar la crisis que era ya inminente y evidente, ni
saben ahora cuánto podrá durar y hasta dónde podrá llegar su
intensidad.
No lo pueden saber por tres razones esenciales: no entienden la
etiología de la crisis y al no tener la comprensión de sus causas
profundas es imposible aplicar la terapia adecuada, pero además esta
crisis no es otra igual a las anteriores, sino mucho más compleja, y
por último, la desregulación neoliberal creó un monstruo
especulativo tan gigantesco en su tamaño como experto en ocultarse,
que hoy nadie es capaz de cuantificar con exactitud el monto de
valores "tóxicos" que circulan por los entresijos del mercado
financiero globalizado.
LOS PLANES DE RESCATE
Los
diversos planes de rescate norteamericanos, europeos y japoneses,
puestos en práctica unos tras otros durante el último medio año han
movilizado cifras en apariencia enormes (no menos de 8 billones de
dólares), pero sus resultados han sido nulos como freno para la
crisis y en cambio, han revelado al desnudo la inmensa hipocresía de
negar cifras ínfimas para la ayuda al desarrollo —como la solicitud
de la FAO por 30 000 millones de dólares para resolver los problemas
de la agricultura en el Tercer Mundo— y destinar sumas enormes para
salvar la estructura financiera que se ha desplomado.
Esos planes de rescate en apariencia formidables, pero
inefectivos hasta el momento, lo son debido a su insuficiencia
cuantitativa y aun más por su vicio de origen dado por el compromiso
con los oligarcas financieros quebrados, más que con los
desempleados, los amenazados de desalojo de sus hogares, la gente
común que sufre la crisis.
El keynesianismo, al cual ahora todos se adhieren de palabra,
tiene una fórmula para situaciones como esta: aumentar el gasto
público en actividades que generan o conservan empleos, para suplir
la caída del sector privado y así estimular la demanda solvente para
sacar a la economía del colapso. Pero, el grueso del gasto público
destinado a los planes de rescate no ha ido a estos fines, sino a
salvar a las instituciones y los personajes que protagonizaron la
debacle especulativa.
Las cifras comprometidas en los planes de rescate son pequeñas en
relación con el tamaño gigantesco que alcanzó la masa de productos
financieros moviéndose por el mercado financiero globalizado. Según
algunos autores esa masa alcanza los 600 billones y otros la estiman
en hasta 1 000 billones y la pregunta sin respuesta es cuánto de
esas fabulosas cifras representan valores "tóxicos", carentes de
respaldo real, incobrables. Y la capacidad de los gobiernos de
Estados Unidos, Europa y Japón para continuar expandiendo el gasto
en nuevos planes de rescate ni es infinita, ni es inofensiva para
esos países.
Los planes de rescate planteados antes de la Cumbre del G-20 en
Londres se caracterizaron por inyectar liquidez a los bancos e
instituciones financieras golpeadas por la crisis, para restablecer
el crédito, pero en la práctica, aquellos lo que hicieron fue
utilizar el dinero público para mejorar sus estados financieros,
para repartir escandalosas regalías a ejecutivos en pago por su
fracaso o en comprar y absorber otros bancos en situación más
precaria aun, pero el crédito no se restableció.
En Europa se ha aplicado alguna nacionalización parcial de bancos
en crisis, pero en Estados Unidos ni George W. Bush ni tampoco
Barack Obama aceptaron siquiera alguna forma de nacionalización
parcial, alegando Obama que tal acción era rechazada por la cultura
política estadounidense. El resultado hasta ahora ha sido la entrega
sin control a la oligarquía financiera privada de grandes montos de
dinero, sin lograr que el crédito fluya de nuevo.
Ese compromiso esencial con los intereses oligárquicos se refleja
en el más reciente plan de rescate de Obama. En él se asume que los
activos "tóxicos" o incobrables reflejados en los estados
financieros, valen mucho más de lo que el mercado está dispuesto a
pagar por ellos ahora, y que si pudieran alcanzar su verdadero
valor, los bancos no tendrían problemas y todo volvería a la
normalidad de precrisis. Entonces, el plan es utilizar el gasto
público para empujar al alza el precio de los activos incobrables
hasta que alcancen su "verdadero valor". En época de Bush el
gobierno debía comprar directamente los activos. En época de Obama
el procedimiento se hace más complejo, aunque igualmente encaminado
a favorecer a los especuladores fracasados, mediante la acción del
gobierno prestando dinero a inversionistas privados para que a su
vez compren dichos activos y de ese modo, utilizar el dictamen
infalible del mercado para hacer justicia al valor de los activos
depreciados.
Pero, este aparente recurso a la experiencia del mercado no es
más que un subterfugio para hacer que los afortunados inversionistas
no solo reciban el préstamo, sino que siempre ganen, pues el plan
establece que si el valor de los activos aumenta, aquellos se
benefician, pero si no lo hacen, el gobierno asume la pérdida, por
lo que no se trata de otra cosa más que subsidiar la compra de
activos incobrables, asegurándole a los voraces tiburones
financieros una ganancia financiada con el dinero de los
contribuyentes.
Muchos millones de personas afectadas por la crisis económica en
cualquier lugar del planeta, se preguntan de dónde sale el dinero
para nutrir estos planes de rescate y si ellos pueden continuar
aumentando en una danza de billones y billones de dólares en tanto
crecen el desempleo, la pobreza, el hambre.
Estados Unidos, el país donde detonó la crisis y el de mayor
responsabilidad en los desequilibrios y las políticas que
contribuyeron a desatarla, se vale de tres vías para lanzar dinero
en los planes de rescate. Una de ellas es la impresión de mayor
cantidad de dólares, aprovechando el privilegio de que su moneda
nacional sea también moneda de reserva internacional. Es lanzar
papeles a la circulación para atender el corto plazo, sin pensar
mucho en los efectos que a mediano y largo plazos esto tendrá.
Desde marzo del 2006 la Reserva Federal de Estados Unidos no
publica la cifra de dólares que circulan en forma de billetes,
monedas y depósitos a la vista, lo cual pretende esconder el
crecimiento acelerado de la masa de dólares en circulación. Según
informaciones del Fondo Monetario Internacional, solo en los tres
últimos meses del 2008 la Reserva Federal ordenó imprimir 600 000
millones de dólares nuevos. Esto no es un elástico que se pueda
alargar sin límites. La emisión alegre de dólares mientras la
economía norteamericana cae, los planes de rescate que comprometen
sumas que en buena parte no retornarán al Tesoro, el crecimiento
desmesurado del déficit presupuestal que se estima alcanzará 1,7
billones de dólares en el 2008-2009 (12,3% del PIB), minan la escasa
confianza todavía existente respecto al dólar. No es necesario ser
experto en finanzas para comprender que emitir billetes sin respaldo
en crecimiento productivo, conduce a la depreciación de cualquier
moneda.
La Reserva Federal de Estados Unidos no crea más valor
imprimiendo billetes sin respaldo como fortaleza efectiva de su
economía, sino que reduce el valor real de ellos, de la misma forma
en que no es posible multiplicar los panes sin pasar por la
panadería.
Otra vía para echar dinero en planes de rescate es el mayor
endeudamiento externo de Estados Unidos mediante la colocación de
bonos y otros títulos de deuda, que a la postre debilitan y hacen
más dependiente a esa economía.
Una tercera vía es el cobro de impuestos a los ciudadanos
norteamericanos o la renuncia a gastos públicos que significan
ingresos para la población como la salud, la educación y las
pensiones.
Los planes de rescate no han sido efectivos en su objetivo
principal de frenar la crisis y tampoco son inocuos para el
capitalismo en crisis, además del desgaste de credibilidad que
implica el anuncio solemne de sucesivos planes salvadores que
fracasan uno tras otro.
MISIÓN IMPOSIBLE: EL FMI COMO
SALVADOR DE LA CRISIS
La
Cumbre del G-20 en Londres agregó otra pieza de convicción para
entender cómo la desorientación guía las decisiones de los
principales gobiernos que proclaman enfrentar la crisis y aseguran
poder vencerla. De esa Cumbre sobresalen dos resultados: la
resurrección del FMI y el planteo de una nueva retórica "regulacionista"
que contrasta con la anterior retórica del "libre mercado" y
convierte en keynesianos reales o aparentes incluso a los ayer
neoliberales. Hasta ahora esa nueva retórica no ha aportado ninguna
regulación coherente más allá del proteccionismo comercial y
financiero expresado en comprar sólo a empresas nacionales y darles
crédito solo a ellas.
El papel central concedido al Fondo Monetario Internacional es el
intento de revivir un cadáver y no cualquier cadáver, sino al peor
de ellos. Es insensato triplicar los recursos manejados por el FMI y
convertir a esta desprestigiada institución en centro ejecutor de un
supuesto plan concertado entre los grandes de la globalización, para
sacar a la economía mundial de la crisis.
Esa institución es el símbolo mayor de la política de ajuste
neoliberal, de la ortodoxia monetarista más estrecha y de la rigidez
doctrinal ante el desarrollo de los países pobres y el manejo de
crisis económicas.
En América Latina su nombre se asocia a la "década perdida" de
los años ochenta, a la crisis de la deuda externa y la imposición
del ajuste neoliberal para sacrificar el desarrollo al pago de la
deuda y establecer el neoliberalismo como triste lastre en casi toda
la región.
En los años de la crisis asiática (1997-1998) el FMI desempeñó un
destacado papel en agravarla al eliminar las restricciones a los
movimientos de capitales especulativos, colocar erróneamente a la
inflación como el problema a resolver, recortar el gasto público
necesario para compensar la caída y entregar miles de millones de
dólares no al rescate de las economías en crisis, sino a tapar las
pérdidas de empresas financieras de países desarrollados.
Nada ha cambiado en esencia en el FMI, bien conocido por sus
gruesos errores de política y su reaccionaria ideología. Los
acuerdos con el FMI siguen teniendo como base la contracción del
gasto público, el aumento de la tasa de interés y la reducción
salarial; recetas todas venenosas en un contexto de crisis global.
Hasta la absurda decisión revitalizadora del G-20, el FMI se
encontraba agonizando, bajo la influencia de una triple crisis:
institucional, de financiamiento y de pensamiento.
La crisis institucional era evidente en la renuncia el pasado año
del español Rodrigo Rato como director gerente, en una acción
entendida como el abandono de un barco que se hunde.
La crisis de financiamiento era grave y se basaba en que varios
países —hastiados de la condicionalidad y rigidez del FMI—
decidieron liquidar sus deudas con esa institución y no aceptar
nuevos préstamos de ella. Venezuela, Argentina, Brasil, Tailandia,
Indonesia lo hicieron, y otros países prefirieron no contraer nuevas
deudas con el Fondo.
Esto provocó una crisis financiera a la institución, pues sus
ingresos dependen del cobro del servicio de sus préstamos y debe
sostener una abultada nómina de miles de bien pagados empleados,
comenzando por su director gerente que gana medio millón de dólares
libres de impuestos al año.
La crisis de pensamiento es la crisis del neoliberalismo, que en
el FMI adquiere la forma extrema de ortodoxia monetarista.
Es a esta institución fallida, absolutamente antidemocrática,
donde Estados Unidos tiene poder de veto en las decisiones, donde
dos terceras partes de los puestos del Directorio permanecen
invariables en manos de norteamericanos y europeos, a la que el G-20
asigna el papel central en el plan para dejar atrás la crisis
económica global.
Alguna prensa y algunos pocos economistas exaltados han
presentado a la reunión del G-20 en Londres como un "nuevo Bretton
Woods", pero hay grandes distancias entre aquella reunión que en
julio de 1944 intentó diseñar con cierta seriedad el funcionamiento
de la economía mundial de posguerra y la apresurada e insustancial
reunión en Londres.
En Bretton Woods, aún en plena guerra mundial, se reunieron 44
países, que no eran pocos, teniendo en cuenta que la cantidad de
países soberanos era entonces muy inferior porque no había ocurrido
la descolonización de las décadas siguientes. Allí los
representantes de gobiernos sesionaron durante 21 días de complejos
debates que llevaron al surgimiento de nuevas instituciones
multilaterales y reglas para el funcionamiento del mundo de
posguerra.
En Londres se reunieron 20 países que pretenden tomar decisiones
cerradas sobre asuntos que afectan a los 192 gobiernos representados
en la Asamblea General de Naciones Unidas, y apenas sesionaron unas
pocas horas sin otro resultado que darle respiración artificial a
una anquilosada institución como el FMI.
Mientras tanto, la crisis continúa su curso destructor. A fines
de marzo Obama creyó encontrar "ligeros signos de mejoría" al
disminuir levemente los pedidos de subsidio por desempleo, pero los
datos dados a conocer en la primera semana de abril sobre la
disminución de las ventas minoristas en la economía de Estados
Unidos, altamente dependiente del consumo, borraron la pequeña luz
de esperanza y trajeron de nuevo la dura realidad de una crisis que
no revela hasta cuándo podrá durar y hasta dónde alcanzará su
intensidad.
Comienza a perfilarse en la realidad económica de Estados Unidos
una peligrosa combinación de factores que podrían marcar una fase
más aguda aún: es la combinación de la paralización del crédito, y
la disminución de la demanda solvente que puede abrir paso a la
deflación, esto es, al descenso generalizado de todos los precios en
una espiral depresiva que en la crisis de los años treinta significó
la mayor intensidad y crudeza de ella.
En ese país se está acumulando una gran masa de dinero por vía de
la emisión y el crecimiento de un enorme déficit fiscal, en tanto
que el crédito continúa paralizado. Los bancos no dan crédito y
ciertas empresas todavía no en quiebra tampoco quieren pedirlo,
porque ante la desaparición de la ganancia y el recorte de la
demanda solvente, no se sienten estimuladas a producir y prefieren
atesorar o congelar el capital en forma de dinero, en una actitud de
espera. Algo similar ocurre a nivel individual, pues los
consumidores que aún conservan sus ingresos, no quieren endeudarse
para nuevas compras, prefieren ahorrar lo que antes gastaban con
creces y el resultado es una caída generalizada de la demanda y la
deflación consiguiente.
Esa deflación no significaría ventajas para los trabajadores por
la reducción de los precios de sus medios de vida, porque el
descenso incluye sus salarios, los que generalmente caen con mayor
velocidad.
La crisis de 1929-1933 duró cuatro años, aunque en rigor, diez
años después, en 1939, en vísperas de la Segunda Guerra Mundial, no
se habían recuperado del todo los niveles de actividad económica de
1928. Solo la destrucción ocasionada por la guerra y la posterior
reconstrucción, fueron capaces de dejar atrás la crisis. La actual
recesión no tiene que seguir el mismo patrón de duración, pero la
historia sirve para refutar a los que siguen sosteniendo que en unos
meses todo volverá a ser como antes.
Es mucho más complicado pronosticar el curso de una gran crisis
económica capitalista, que el curso de un huracán tropical. No
existen radares, barómetros o modelos matemáticos que abarquen la
enorme complejidad de este fenómeno en el cual convergen y estallan
las contradicciones de fondo del capitalismo, las políticas
económicas que las agravan, la suicida agresión que el lucro del
capital le hace al medio ambiente global, en el vórtice de una
crisis que no es una más, sino la más grave de todas.
Ella es destructora, pero también puede ser creadora, si los
humanos la aprovechan, no simplemente para salir de ella, sino para
salir del capitalismo que las engendra.
* Presidente de la Comisión de Asuntos
Económicos de la Asamblea Nacional |