Muy buenos y bellos espíritus la pueblan. A la vanguardia del
ejército de ángeles estará siempre Haydée Santamaría. Dígase Haydée
o simplemente Yeyé y toda energía creadora se desata.
Si la Casa es la Casa, se debe en gran medida a ella, al hecho de
que Fidel haya confiado en la heroína del Moncada para tan hermosa
tarea de fundación.
Se trata, como dijo alguna vez su actual presidente, Roberto
Fernández Retamar, "de un espíritu de servicio con que Haydée marcó
a la Casa, y que hace que sus trabajadores suelan sentir el orgullo
de serlo en un centro que tiene la responsabilidad, y la convicción,
de ser útil. Sin duda en esto ha sido determinante la inmensa
presencia de Haydée, su hechizo personal, su manera inolvidable de
vincular la política radical y la sensibilidad humanista, su
convicción de que tan trabajadores de la Casa son los que laboran en
sus locales como los que lo hacen en otros lugares y países, su
necesidad orgánica de justicia y de belleza. Como consecuencia de
ello, y junto a su esencial vocación latinoamericanista y caribeña,
la Casa ha mantenido una permanente exigencia de verdad y de
calidad, no sólo artística, y una renovada voluntad de
contemporaneidad".
Cuando se respiran los aires de sus salones, sus bibliotecas, sus
galerías de arte, su laboreo en la investigación y promoción de
letras, cuadros, músicas, puestas en escena, incluso sus espacios
digitales, otros espíritus impregnan la atmósfera de una Casa que
hicieron suya.
Por ahí andan el argentino Ezequiel Martínez Estrada y el
guatemalteco Manuel Galich, quienes cuando integraron el equipo de
los primeros momentos eran ya nombres muy respetados en la vida
cultural del continente. Don Ezequiel, ensayista mayor; Don Manuel,
historiador de mérito, luchador antiimperialista y el más importante
dramaturgo centroamericano de su tiempo.
Por allá pinta Mariano sus gallos y masas en el tiempo que roba a
su trabajo organizador al frente de la institución tras la muerte de
Haydée; y Roberto Matta, el chileno, enloquece a todos con sus
delirios visuales y su verbo surrealista.
En lo alto se escuchan las voces de los cubanos Harold Gramatges
y Argeliers León, abriendo espacio tanto a la experimentación como a
los cantares tradicionales de los pueblos. Y rasguea la guitarra
Víctor Jara.
Acá discuten con pasión los espíritus de Roque Dalton, el poeta
salvadoreño que luchó para que el comunismo fuera una aspirina del
tamaño del sol; el guatemalteco Augusto Monterroso, degustando cada
página del fondo editorial; el mexicano Efraín Huerta, diciendo sus
poemas con su voz fracturada, y el argentino Julio Cortázar,
flanqueado por Paco Urondo, Rodolfo Walsh y Haroldo Conti; Julio,
quien afirmó que en la estrategia de la Revolución cubana "de dar el
máximo, de proyectarse más allá de la órbita local como la única
manera de encontrarse auténticamente consigo mismo, la labor de la
Casa de Ias Américas asume una significación que ningún elogio
podría abarcar".
Son tantos y tantos los buenos espíritus de la Casa, como el del
pequeño Arquímedes Nuviola, quien tenía por el almacén de libros y
revistas el mismo amor que siente ante una catedral gótica.
Ellos, los que no están y siempre permanecen, le dan sentido a
una frase del bardo amazónico Thiago de Mello que estoy seguro
muchos evocarán por estos días: "Si esta Casa no existiera, los
poetas tendríamos inevitablemente que inventarla".