La Casa de los buenos espíritus

PEDRO DE LA HOZ
pedro.hg@granma.cip.cu

Granítica y alada al mismo tiempo. Con los pies en la tierra y los sueños en las alturas. Muchos sienten así a la Casa de las Américas, esa amplia habitación que frente al Malecón habanero desde hace 50 años —el 28 de abril de 1959, exactamente cuatro meses después del triunfo revolucionario, fue su primera luz— proclama a los cuatro vientos los perfiles más auténticos de la región.

Muy buenos y bellos espíritus la pueblan. A la vanguardia del ejército de ángeles estará siempre Haydée Santamaría. Dígase Haydée o simplemente Yeyé y toda energía creadora se desata.

Si la Casa es la Casa, se debe en gran medida a ella, al hecho de que Fidel haya confiado en la heroína del Moncada para tan hermosa tarea de fundación.

Se trata, como dijo alguna vez su actual presidente, Roberto Fernández Retamar, "de un espíritu de servicio con que Haydée marcó a la Casa, y que hace que sus trabajadores suelan sentir el orgullo de serlo en un centro que tiene la responsabilidad, y la convicción, de ser útil. Sin duda en esto ha sido determinante la inmensa presencia de Haydée, su hechizo personal, su manera inolvidable de vincular la política radical y la sensibilidad humanista, su convicción de que tan trabajadores de la Casa son los que laboran en sus locales como los que lo hacen en otros lugares y países, su necesidad orgánica de justicia y de belleza. Como consecuencia de ello, y junto a su esencial vocación latinoamericanista y caribeña, la Casa ha mantenido una permanente exigencia de verdad y de calidad, no sólo artística, y una renovada voluntad de contemporaneidad".

Cuando se respiran los aires de sus salones, sus bibliotecas, sus galerías de arte, su laboreo en la investigación y promoción de letras, cuadros, músicas, puestas en escena, incluso sus espacios digitales, otros espíritus impregnan la atmósfera de una Casa que hicieron suya.

Por ahí andan el argentino Ezequiel Martínez Estrada y el guatemalteco Manuel Galich, quienes cuando integraron el equipo de los primeros momentos eran ya nombres muy respetados en la vida cultural del continente. Don Ezequiel, ensayista mayor; Don Manuel, historiador de mérito, luchador antiimperialista y el más importante dramaturgo centroamericano de su tiempo.

Por allá pinta Mariano sus gallos y masas en el tiempo que roba a su trabajo organizador al frente de la institución tras la muerte de Haydée; y Roberto Matta, el chileno, enloquece a todos con sus delirios visuales y su verbo surrealista.

En lo alto se escuchan las voces de los cubanos Harold Gramatges y Argeliers León, abriendo espacio tanto a la experimentación como a los cantares tradicionales de los pueblos. Y rasguea la guitarra Víctor Jara.

Acá discuten con pasión los espíritus de Roque Dalton, el poeta salvadoreño que luchó para que el comunismo fuera una aspirina del tamaño del sol; el guatemalteco Augusto Monterroso, degustando cada página del fondo editorial; el mexicano Efraín Huerta, diciendo sus poemas con su voz fracturada, y el argentino Julio Cortázar, flanqueado por Paco Urondo, Rodolfo Walsh y Haroldo Conti; Julio, quien afirmó que en la estrategia de la Revolución cubana "de dar el máximo, de proyectarse más allá de la órbita local como la única manera de encontrarse auténticamente consigo mismo, la labor de la Casa de Ias Américas asume una significación que ningún elogio podría abarcar".

Son tantos y tantos los buenos espíritus de la Casa, como el del pequeño Arquímedes Nuviola, quien tenía por el almacén de libros y revistas el mismo amor que siente ante una catedral gótica.

Ellos, los que no están y siempre permanecen, le dan sentido a una frase del bardo amazónico Thiago de Mello que estoy seguro muchos evocarán por estos días: "Si esta Casa no existiera, los poetas tendríamos inevitablemente que inventarla".

 

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