Hace
más de un milenio, mucho antes de la conquista europea, una
civilización perdida floreció en un área que conocemos ahora como
Bolivia.
Los arqueólogos están descubriendo que Bolivia tenía una sociedad
muy sofisticada y compleja, o, para usar sus palabras, uno de los
medios ambientes artificiales más grandes, extraños y ecológicamente
más ricos del planeta... sus poblaciones y ciudades eran grandes y
formales, y eso creó un panorama que era una de las obras de arte
más grandes de la humanidad.
Ahora Bolivia, junto con buena parte de la región, desde
Venezuela hasta Argentina, ha resurgido. La conquista y su eco de
dominio imperial en Estados Unidos están cediendo el paso a la
independencia y a la interdependencia que marcan una nueva dinámica
en las relaciones entre el norte y el sur. Y todo eso tiene como
telón de fondo la crisis económica en Estados Unidos y en el mundo.
Durante la pasada década, América Latina se ha convertido en la
región más progresista del mundo. Las iniciativas a través del
subcontinente han tenido un impacto significativo en países y en la
lenta emergencia de instituciones regionales.
Entre ellas figuran el Banco del Sur, respaldado en el 2007 por
el economista y premio Nobel Joseph Stiglitz, en Caracas, Venezuela;
y el ALBA, la Alternativa Bolivariana para América Latina y el
Caribe, que podría demostrar ser un verdadero amanecer si su promesa
inicial puede concretarse.
El ALBA suele ser descrito como una alternativa al Tratado de
Libre Comercio de las Américas patrocinado por Estados Unidos, pero
los términos son engañosos. Debe ser entendido como un desarrollo
independiente, no como una alternativa. Y además, los llamados
acuerdos de libre comercio tienen solo una limitada relación con el
comercio libre, o inclusive con el comercio en cualquier sentido
serio del término.
Y ciertamente no son acuerdos, al menos si las personas forman
parte de sus países. Un término más preciso sería acuerdos para
defender los derechos de los inversionistas, diseñados por
corporaciones multinacionales y bancos y estados poderosos para
satisfacer sus intereses, establecidos en buena parte en secreto,
sin la participación del público, o sin que tengan conciencia de lo
que está ocurriendo.
Otra prometedora organización regional es UNASUR, la Unión de
Naciones de América del Sur. Modelada en base a la Unión Europea,
UNASUR se propone establecer un Parlamento sudamericano en
Cochabamba, Bolivia. Se trata de un sitio adecuado. En el 2000, el
pueblo de Cochabamba inició una valiente y exitosa lucha contra la
privatización del agua. Eso despertó la solidaridad internacional,
pues demostró lo que puede conseguirse a través de un activismo
comprometido.
La dinámica del Cono Sur proviene en parte de Venezuela, con la
elección de Hugo Chávez, un presidente izquierdista cuya intención
es usar los ricos recursos de Venezuela para beneficio del pueblo
venezolano en lugar de entregarlos para la riqueza y el privilegio
de aquellos en su país y el exterior. También tiene el propósito de
promover la integración regional que se necesita de manera
desesperada como prerrequisito de la independencia, para la
democracia, y para un desarrollo positivo.
Chávez no está solo en esos objetivos. Bolivia, el país más pobre
del continente, es tal vez el ejemplo más dramático. Bolivia ha
trazado un importante sendero para la verdadera democratización del
hemisferio. En el 2005, la mayoría indígena, la población que ha
sufrido más represiones en el hemisferio, ingresó en la arena
política y eligió a uno de sus propias filas, Evo Morales, para
impulsar programas que derivaban de organizaciones populares.
La elección fue solamente una etapa en las luchas en curso. Los
tópicos eran bien conocidos y graves: el control de los recursos,
los derechos culturales y la justicia en una compleja sociedad
multiétnica, y la gran brecha económica y social entre la gran
mayoría y la elite acaudalada, los gobernantes tradicionales.
En consecuencia, Bolivia es también ahora el escenario de la
confrontación más peligrosa entre la democracia popular y las
privilegiadas elites europeizadas que resienten la pérdida de sus
privilegios políticos y se oponen por lo tanto a la democracia y a
la justicia social, a veces de manera violenta. De manera rutinaria,
disfrutan del firme respaldo de Estados Unidos.
En septiembre pasado, durante una reunión de emergencia de Unasur
en Santiago, Chile, líderes sudamericanos declararon su firme y
pleno respaldo al Gobierno constitucional del presidente Evo
Morales, cuyo mandato fue ratificado por una gran mayoría, aludiendo
a su victoria en el reciente referéndum.
Morales agradeció a UNASUR, señalando que por primera vez en la
historia de América del Sur, los países de nuestra región están
decidiendo cómo resolver sus problemas, sin la presencia de Estados
Unidos.
EE.UU. ha dominado desde hace mucho la economía de Bolivia,
especialmente mediante el procesamiento de sus exportaciones de
estaño.
Como el experto en asuntos internacionales Stephen Zunes señala,
a comienzos de la década de los años cincuenta, en un momento
crítico de los esfuerzos de la nación para convertirse en
autosuficiente, el gobierno de Estados Unidos obligó a Bolivia a
utilizar su escaso capital no para su propio desarrollo, sino para
compensar a ex dueños de minas y repagar su deuda externa.
La política económica que se impuso a Bolivia en esa época fue
precursora de los programas de ajuste estructural implementados en
el continente 30 años más tarde, bajo los términos del neoliberal
Consenso de Washington, que ha tenido por lo general efectos
desastrosos.
Ahora, las víctimas del fundamentalismo del mercado neoliberal
incluyen también a países ricos, donde la maldición de la
liberalización financiera ha traído la peor crisis financiera desde
la gran depresión.
Las modalidades tradicionales del control imperial —violencia y
guerra económica— se han aflojado. América Latina tiene opciones
reales. Washington entiende muy bien que esas opciones amenazan no
solo su dominación en el hemisferio, sino también su dominación
global. El control de América Latina ha sido el objetivo de la
política exterior de Estados Unidos desde los primeros días de la
república.
Si EE.UU. no puede controlar América Latina, no puede esperar
concretar un orden exitoso en otras partes del mundo, concluyó en
1971 el Consejo Nacional de Seguridad en la época de Richard Nixon.
También consideraba de importancia primordial destruir la democracia
chilena, algo que hizo.
Expertos de la corriente tradicional reconocen que Washington
solo ha respaldado la democracia cuando contribuía a sus intereses
económicos y estratégicos. Esa política ha continuado sin cambios,
hasta el presente.
Esas preocupaciones antidemocráticas son la forma racional de la
teoría del dominó, en ocasiones calificada, de manera precisa, como
la amenaza del buen ejemplo. Por tales razones, inclusive la menor
desviación de la más estricta obediencia es considerada una amenaza
existencial que es respondida de manera dura. Eso va desde la
organización del campesinado en remotas comunidades del norte de
Laos, hasta la creación de cooperativas de pescadores en Granada.
En una América Latina con una flamante autoconfianza, la
integración tiene al menos tres dimensiones. Una es regional, un
prerrequisito crucial para la independencia, que dificulta al amo
del hemisferio escoger países, uno después de otro. Otra es global,
al establecer relaciones entre Sur y Sur y diversificar mercados e
inversiones. China se ha convertido en un socio cada vez más
importante en los asuntos hemisféricos. Y la última es interna, tal
vez la dimensión más vital de todas.
América Latina es famosa por la extrema concentración de riqueza
y de poder, y por la falta de responsabilidad de las elites
privilegiadas con respecto al bienestar de sus países.
América Latina tiene grandes problemas, pero hay también
desarrollos prometedores que podrían anunciar una época de verdadera
globalización. Se trata de una integración internacional en favor de
los intereses de pueblo, no de inversionistas y de otras
concentraciones del poder. (Tomado de La Jornada)