Una lectura frívola de la veintena de cuadros que allí se exhiben
pudieran remitirnos a un estado de gracia sin mayores consecuencias.
Ciertamente su pintura es agradable y agradecida; se recibe como un
colirio bendito que refresca las pupilas del visitante.
Pero vale la pena detenernos en las interioridades de las tramas
tejidas por el artista. Después de morder el anzuelo de una
visualidad envolvente, Sautúa logra que regresemos para plantear una
discusión tan vieja como el arte mismo: ¿dónde situar las fronteras
entre, lo que llamaría Lezama, imagen y posibilidad?. Y otra
pregunta mucho más compleja: ¿hasta qué punto le es dado al arte
develar los misterios de la creación sin traicionar su propia
esencia?
Sautúa interroga, no responde. Las transparencias de sus
figuraciones se difuminan en ambientes neblinosos, tamizados por un
estricto uso de la luz. La ofrenda lírica se barroquiza por
momentos, como en El elegido. Pero, a fin de cuentas, todo es
aéreo en su concepción plástica. Alguna vez ya lo dijimos: Sautúa
sueña. Hoy debemos añadir: está a punto de despertar.