Desde
que asomó la cabeza en el escenario, el cimarrón empleó sus fuerzas
para sembrar la riqueza de la música cubana y de otros ritmos
bañados por las aguas del mar Caribe, y oficiar así su ceremonia de
iniciación a cientos de jóvenes que desbordaron el teatro Mella.
El clima del pasado martes se acercaba más a la sensación de
soledad o de infinita tristeza —como diría Manu Chao— que puede
atravesar las noches del invierno londinense o de otra ciudad
europea atacada por el frío, pero William Vivanco (Santiago de Cuba,
1975), no tuvo en cuenta el impacto ambiental y se lanzó a un
recorrido por los cálidos ritmos que componen sus dos fonogramas,
Lo tengo to’ pensa’o y La isla milagrosa.
Eran poco más de las 9:00 p.m. cuando el cimarrón subió al
escenario. Allí lo esperaba un teatro a reventar y una banda armada
con todos los hierros: Emilio Vega (piano), Néstor del Prado (bajo),
Emilito del Monte (percusión cubana), Michel Herrera (saxo), Yordi
Fragela (drum), y Jeffri Valdés y Julio Rigal (metales).
El trovador, que sedujo a una parte del público y la crítica con
la riqueza de matices patentada en sus dos producciones iniciales,
confirmó desde el primer momento lo que todos sospechaban: venía
dispuesto a poner a bailar los recuerdos y los sentimientos que
recogen la épica de su ciudad natal, en un viaje lleno de
percusiones tribales, canciones empapadas por el rocío silvestre de
la naturaleza, romances de amor y voces que susurran historias
nacidas a la sombra de la cotidianidad.
La cita, bajo la producción general de Lilian Lombera, comenzó
con la proyección del video clip Cuando vuelvo, de los
realizadores Nacho Vázquez y Luis Najmías. La obra, creada con el
apoyo de la Asociación Hermanos Saíz, plasma los mundos interiores
del juglar a través de los lienzos de ensueño del pintor Vicente
Bonachea.
Tras varios años de haber entrado por la puerta del éxito a la
escena de la música cubana contemporánea, gracias a su destreza para
operar en los terrenos de la fusión sonora y asumir novedosas formas
expresivas, Vivanco echó mano de un repertorio en el que ya aparecen
canciones con varios años de carretera.
Así llegaron temas que sintetizan su carrera musical y definen
sus inquietudes artísticas: Mejorana, Cimarrón, Eso que te dio
Babalú, Bohemia y El viejo Simón —en la que intervino el
ex Postrova Ernesto Rodríguez—. Sus arreglos, con marcado carácter
urbano, dieron pie para que el artista hiciera (casi) todo sobre el
escenario.
El cimarrón, una especie de alter ego que le ha nacido a Vivanco
después de cierta popularidad alcanzada por ese tema de su ópera
prima Lo tengo to’ pensa’o, cantó, tocó la guitarra, se
colocó un sombrero campesino sobre sus dreadlocks a lo Marley,
se adueñó varias veces de la percusión, y bailó danzas árabes con
las sensuales muchachas de la compañía invitada especialmente para
el ritual. Un espectáculo que se acopló a los intereses de sus
seguidores, a pesar de que algunos hubieran preferido que Vivanco
dejara ver también al trovador que hace gala de sus mayores dotes
interpretativas cuando se encuentra a solas con la guitarra.
Si bien el concierto fue una fiesta desde el principio, su
supremacía rítmica la alcanzó cuando Vivanco se tomó la libertad de
llamar al escenario a uno de los pesos pesados de la música cubana.
De riguroso negro, con el rostro tan radiante como el de un niño,
Eliades Ochoa desenfundó la guitarra y empezó a difundir sonidos con
olor a monte y a tierra mojada. El sonero, acompañado de Vivanco y
Ernesto, hizo del teatro su hábitat natural y puso a mover los
cuerpos de cientos de jóvenes al compás de la brisa fresca que brota
de sus orígenes.