Siempre
buscando la parte positiva de los malos tiempos, me siento tentada a
suprimir la "desigualdad de clase" de mi lista de inquietudes.
Hace menos de un año, esta era una de las mayores amenazas
económicas que planeaba en el horizonte, e incluso la línea dura de
los expertos conservadores se quejaba de que la riqueza estaba
fluyendo hacia las cotas altas en una proporción alarmante, dejando
a la clase media atascada con rentas estancadas mientras los nuevos
superricos ascendieron a los cielos con sus aviones privados.
Entonces la inestable —por tener tanto peso en la capa superior—
estructura del capitalismo de EE.UU. empezó a tambalearse y ¡plas!
toda la desigualdad desapareció del discurso público. Un columnista
financiero del Chicago Sun Times acaba de anunciar que la recesión
es un "gran nivelador", que sirve para "democratizar la agonía", así
que todos estamos en peligro de convertirnos en "nuevos pobres".
Los medios de comunicación han estado lanzándonos cuentos
lacrimógenos acerca del neosufrimiento de los nuevos pobres, o al
menos de los hasta hace poco ricos: ¡Ejecuciones hipotecarias en
Greenwich (Connecticut)! ¡Un nuevo colapso en el mercado de la
cirugía estética! ¡Las ventas de aviones privados, a la baja! ¡Niemen
Marcus y Saks Fifth Avenue [tiendas de diseño y de moda para
ricachones. N. de los T.], contra las cuerdas! Leemos sobre medidas
desesperadas, como tener que recortar dos horas a la semana el
tiempo contratado con el entrenador personal. Las fiestas han sido
canceladas; a los invitados a cenar se les han ofrecido —¡oh,
horror!— patatas al horno con chile.
El New York Times relata la historia de una adolescente de Nueva
Jersey, cuyos padres se han visto obligados a recortarle 100 dólares
semanales de la asignación y de las clases de pilates [un tipo de
gimnasia relajante. N. de los T.]. En uno de los más patéticos
cuentos, la neoyorquina Alexandra Penney explica cómo perdió los
ahorros de su vida con Bernie Madoff y ahora debe despedir a su
criada de la limpieza de tres días a la semana, Yolanda. "Me pongo
una clásica camisa blanca limpia cada día de la semana. Tengo cerca
de 40 camisas blancas. Me hacen sentirme fresca y dispuesta a
enfrentarme a cualquier batalla con la que deba luchar", escribió;
pero, sin Yolanda, "¿cómo voy a planchar estas camisas que me
permiten sentirme como una modesta persona civilizada?".
Pero los tiempos difíciles no están cerca de abolir la
desigualdad de clase, como la toma de posesión de Barack Obama
tampoco está cerca de erradicar el racismo.
Nadie
conoce ahora aún si la desigualdad ha crecido o no a lo largo del
último año de recesión, pero los precedentes históricos no son
prometedores. Los economistas con los que he hablado (como el
principal asesor del vicepresidente Joseph Biden, Jared Bernstein)
insisten en que las recesiones son particularmente crueles con los
pobres y la clase media. La economista canadiense Armine Yalnizuan
dice: "la polarización de la renta siempre empeora durante las
recesiones".
Tiene sentido. Si el mercado de valores ha reducido tus activos
de 500 a 250 millones de dólares, probablemente tendrás que
renunciar a la tercera o cuarta casa de vacaciones. Pero si acabas
de perder un puesto de trabajo de ocho dólares la hora, lo que
tienes por delante es perder el hogar.
Muy bien; soy periodista y sé cómo trabajan los medios de
comunicación. Cuando un millonario reduce su consumo de crème
fraiche y de caviar, has dado con una historia de interés
humano. Pero publica la historia de un techador despedido que pierde
su casa remolque, y te arriesgas a provocar un gran bostezo
editorial. "Los pobres son más pobres" no es un título para atraer
la atención, incluso cuando la evidencia es abrumadora. Las
solicitudes de vales alimentarios, por ejemplo, están aumentando a
niveles de récord histórico; las llamadas de una línea directa
dedicada al hambre de un área del distrito de Columbia han escalado
hasta el 248% en los últimos seis meses, y la mayoría de ellas,
procedentes de gente que nunca antes había tenido necesidad de
recibir ayuda alimentaria.
Y por primera vez desde 1996, ha habido un repunte en el número
de personas que buscan asistencia monetaria del TANF (Ayuda Temporal
para Familias Necesitadas, por sus siglas en inglés), la versión
anémica del bienestar, el residuo de la "reforma" del bienestar.
Lástima para ellos, el TANF es básicamente un programa de suplemento
salarial basado en la suposición de que los pobres siempre serían
capaces de encontrar un empleo, y que paga, como máximo, menos de la
mitad del umbral de la pobreza federal.
¿Por qué las cuitas de los pobres y de la declinante clase media
son más importantes que las minúsculas privaciones de los ricos?
Dejando a un lado los argumentos de los socialistas de corazón
blando, de tipo cristiano, ello es así porque la pobreza y el
estrujamiento de la clase media son una gran parte de lo que nos ha
llevado a este desastre. Solamente una cosa ha permitido gastar a
los subricos en la primera década de este siglo, manteniendo así a
flote a la economía, y fue la deuda: la deuda de las tarjetas de
crédito, de los préstamos inmobiliarios con el hogar en prenda, de
los préstamos automovilísticos, de los préstamos universitarios y,
por supuesto, de las ahora famosas hipotecas "tóxicas" subprime,
que fueron empaquetadas y despiezadas, "titularizadas" y
comercializadas por el ancho mundo para ricos ávidos de inversiones
de alta rentabilidad.
La grandísima desigualdad de la sociedad estadounidense no fue
solo injusta o estéticamente desagradable; también creó una
situación peligrosamente inestable.
Por lo que cualquier intento del gobierno para reflotar de nuevo
la economía —y dejo al margen los intentos poco serios como los
rescates bancarios y otros proyectos sociales de las empresas— tiene
que empezar por abajo. Obama está comprometido a generar tres
millones de nuevos empleos en proyectos "listos para la pala", y
esperemos que no sean todos empleos para jóvenes hombres con fuertes
espaldas. Hasta que estos trabajos comiencen a funcionar, y en caso
de que dejen fuera a los mayores, las madres solteras y los
despedidos trabajadores de oficina, vamos a necesitar una política
económica centrada en los pobres: más dinero para vales
alimentarios, para Medicaid, para seguro de desempleo, y sí, también
asistencia monetaria a lo largo de las líneas de lo que una vez fue
el bienestar, de manera que cuando la gente se caiga, no sea
directamente a la tumba.
Para quienes piensan que "bienestar" suena demasiado radical,
podríamos llamarlo un programa de "derecho a la vida", el único en
el que los objetos de interés ya han nacido. Si esto suena
políticamente inviable, considérese lo siguiente. Cuando William
Clinton recortó los vales de bienestar y de alimentos en los 90, los
pobres eran aún un grupo marginal, sujetos a los estereotipos
raciales y sexistas peor intencionados. Eran ociosos, promiscuos,
adictos, vagos, según anunciaron los coros de expertos
conservadores. Gracias a la recesión, sin embargo —¡ya sabía yo que
aquí tenía que haber una parte positiva!— las filas de los pobres
están hinchándose cada día con propietarios de negocios fallidos,
con oficinistas, con corredores comerciales y con los que fueron por
mucho tiempo propietarios de sus hogares.
¡Estereotipo, de qué! A medida que los pobres y los nuevos pobres
de la hasta hace poco clase media se conviertan en la mayoría
estadounidense, terminarán por ganar la influencia suficiente para
lograr que sus necesidades sean satisfechas.
(Tomado de www.simpermiso.com)