Camina
lentamente, porque jamás quisiera llegar al final. Habla con la
misma pasión con que enseña a sus alumnos. La voz tenue, muy baja,
como si susurrara al oído las lecciones aprendidas en casi cinco
décadas de enseñanza.
Y ocurrió lo que todos sospechaban en su natal Ciro Redondo,
Ciego de Ávila: Leonor Somonte Fernández entró viva en la leyenda de
los maestros de excelencia: alfabetizadora, hija ilustre del
Municipio, atesora la Llave de la Ciudad, premio anual del
Ministerio de Educación, medalla Jesús Menéndez, Joya de la
Pedagogía, Premio a la Virtud, y hace unos días acaba de recibir la
réplica del machete de Simón Reyes, que se entrega en la provincia a
personas destacadas, con relevante trayectoria en la vida laboral y
social.
Su historia comenzó en época temprana, cuando con poco más de 20
años impartió las primeras clases a los barbudos que llegaron al
cuartel del poblado.
Fue cuando confirmó que los esfuerzos no tienen límites, como
siempre le repetía Isabel, la mujer que la trajo al mundo hace 71
años.
Maestra de varias generaciones. En la misma ESBU Felipe Poey, de
la cual fue su primera directora, continúa de pie, frente a sus
alumnos de octavo grado. Allí Ramón Daniel Fernández Naranjo,
profesor, habló de la maestra: "Ella me educó; también a mi esposa
Lilia y a mi hijo Yuri Fernández Gómez. Es médico y tiene cuatro
misiones internacionalistas. Ahora está en Bolivia".
La vida no le ha cambiado los gustos a Leonor. Como siempre,
después de concluir sus labores en la cocina, ve el noticiero y otro
programa. Después comienza la labor creativa, bien tarde en la
noche. A veces, la sorprende la madrugada mientras escribe algún
poema, un cuento o planifica la clase del próximo día, como lo haría
la maestra más joven.
"Una vez —cuenta—, en un acto, un funcionario del Ministerio de
Educación me dijo: ‘Leonor, ¡todavía dando clases!’. Y le respondí:
Todavía, y ahora soy Profesora General Integral."
Hay que moverse con el tiempo, a tono con las transformaciones de
la enseñanza, afirma.
No es difícil oírla hablar de Martí en la clase de Matemática,
porque "esa ciencia es poesía. No olvides que el Apóstol dijo: El
lenguaje ha de ser matemático, geométrico, escultórico. Martí ayuda
y convence".
Y sabe por qué lo dice: "Yo tuve un alumno rebelde, muy difícil.
Hijo de matrimonio disfuncional. Se lo iban a llevar para una
escuela de conducta. Yo dije: este no me lo llevan.
"Comencé a trabajar con él. Por las noches yo le escribía cartas
de cariño, de amor de madre. Le hablaba de Martí y de todas las
cosas lindas que hizo para los niños. Me daba cuenta que las leía.
Ese joven, hoy sigue estudiando y tiene todas las cartas guardadas.
Cuando me enfermé, el fue el primero en ir a verme. A cada rato me
da vueltas. A veces me mira y se le aguan los ojos."
Con sus años y su energía inimaginable, va a casa de los alumnos
con periodicidad. "Intercambio con ellos y con los padres en un
medio que no es la escuela, en confianza. Hablamos de todo y la
familia agradece".
En realidad yo sabía que la palabra MAESTRO —así, en mayúsculas—
está hecha para ella. La lleva muy adentro, en la parte izquierda
del pecho, tanto que le pregunté por qué no se jubilaba y regresaba,
como han hecho otros.
"¡Mire!" Y abrió los ojos. "No critico a aquellos que acudieron
al llamado. Es una actitud digna, pero la Revolución me ha dado
mucho para yo ganarle dos salarios. Cuando no pueda más, me llevaré
a mi casa el esfuerzo de toda una vida. Dormiré tranquila, aunque ya
no pueda escribirles cartas de amor a los alumnos difíciles."