Hace siete años, el 11 de enero del 2002, cuando las fotos de los
primeros detenidos vestidos de naranja llegando a la prisión
apresuradamente levantada en la Bahía de Guantánamo, Cuba (NR:
Ocupada ilegalmente por el gobierno de Estados Unidos)
estuvieron a disposición del mundo de los medios, el secretario de
defensa, Donald Rumsfeld, reaccionó ante el extendido sobresalto que
se produjo a la vista de los hombres arrodillados, con grilletes,
encapuchados, con gafas opacas y audífonos que completaban su
aislamiento sensorial, afirmando que "probablemente era algo
desafortunado" que esas fotos hubieran visto la luz.
"Esa gente son terroristas confirmados", declaró (Rumsfeld) el 22
de enero del 2002, en la misma conferencia de prensa en la que habló
sobre las fotos. "Les estamos manteniendo fuera de la calle y fuera
de las líneas aéreas y fuera de nuestras plantas nucleares y fuera
de nuestros puertos en todo el país y en otros países". En una
visita que realizó a Guantánamo cinco días después, describió a los
prisioneros como "los más peligrosos, los mejor entrenados, los
asesinos más viciosos sobre la faz de la tierra".
Siete años después de que se abriera Guantánamo, debería ya estar
muy claro que ni Rumsfeld ni el vicepresidente Richard Cheney, ni el
presidente Bush ni ninguno de los otros apologistas de Guantánamo,
que se permitieron parecidas e histéricas retóricas, tenían idea
alguna de lo que estaban hablando.
La administración hizo cuanto estuvo en su poder para impedir que
nadie de fuera del ejército estadounidense ni de los servicios de
inteligencia pudiera examinar las historias de los hombres (ni
siquiera que averiguara quiénes eran) para ver si había algo de
verdad en sus afirmaciones, pero los detalles fueron poco a poco
apareciendo en los largos años que siguieron, dejando claro que al
menos el 86% de los prisioneros no habían sido capturados en los
campos de batalla de Afganistán, como el gobierno defendía, sino que
fueron aprehendidos por los aliados de los estadounidenses en
Afganistán —y también en Paquistán— en una época en que los pagos de
recompensas, que alcanzaban los 5 000 dólares por cabeza, estaban
muy extendidos.
No importa, pues, que muchos de esos hombres no tuvieran
información de inteligencia útil o "procesable" que ofrecer a sus
interrogadores en Guantánamo, y lo espantoso que fue, por tanto,
descubrir las técnicas de tortura que se habían implementado en una
atroz recuperación de la caza de brujas del siglo XVII para unos
prisioneros que aseguraban no tener conocimientos sobre al Qaida o
sobre el paradero de Osama bin Laden.
Resulta fácil ver los frutos de esas torturas en el copioso
número de acusaciones no comprobadas —y a menudo contradictorias e
ilógicas— que desmienten las supuestas pruebas del gobierno contra
los prisioneros pero, como han mostrado los recientes informes del
Weekly Standard y de la Brookings Institution, todos aquellos que
asumieron las afirmaciones del gobierno sin cuestionarlas acabaron
endosando el tipo de retórica soltada por Donald Rumsfeld cuando se
abrió la prisión, ignorando a otros comentaristas cuyas opiniones
eran considerablemente menos estridentes.
Entre estos últimos están los funcionarios de la inteligencia que
explicaron, en agosto del 2002, que las autoridades no habían
pescado a "ningún pez gordo" en Guantánamo, que los prisioneros no
eran "tipos de interés" que pudieran saber algo sobre al Qaida que
ayudara a los oficiales del contra-terrorismo a desentrañar sus
secretos, y que algunos de ellos "no sabían, literalmente, ni que el
mundo era redondo"; así como las declaraciones del teniente General
Michael E. Dunlavey, comandante operativo de la prisión en el 2002,
que viajó a Afganistán para quejarse de que estaban enviando a
Guantánamo demasiados prisioneros "Mickey Mouse".
(Fragmentos. CounterPunch, publicado en Rebelión)