Tiros y besos

ROLANDO PÉREZ BETANCOURT
rolando.pb@granma.cip.cu

Aunque demasiado punzante y hasta burlona para los que piensan que el trabajo del crítico de arte no debe ser nunca un desgrane de sarcasmos contra el creador, Pauline Kael, fallecida en el 2008 a los 82 años de edad, tuvo suficientes momentos de luminosidad intelectual como para perdonarle algunos excesos.

Fue ella quien hizo ver en un bien documentado estudio que parte de los méritos de El ciudadano Kane, atribuidos casi por entero a su director Orson Welles, correspondían a Herman J. Mankiewicz, quien escribió el guión en un centro de rehabilitación alcohólica donde se le encerró a cal y canto. (J. Mankiewicz había trabajado como reportero en varios periódicos de William Randolph Hearts y conocía muy bien tanto al magnate en que se inspiraría, como a su esposa, la actriz Marion Davies).

Destapó verdades Pauline Kael, pero también le fue arriba al joven director de 25 años tratando de disminuirlo: "figura en los créditos del guión, aunque no redactó ni una sola línea", escribió de Welles, sin tener en cuenta los cambios y aportes que al guión original hizo el director durante el rodaje.

De la Kael, que ejerció la crítica de cine en The New Yorker durante más de 30 años, se dijo que podía ser amada u odiada con la misma intensidad y sin término medio. "Kevin Costner tiene plumas en la cabeza y en el cerebro", estigmatizó al director-actor tras el estreno de Danza con Lobos, en 1991. Defendió hasta la afonía el Tiburón (1973), de Spielberg y calificó a Blow Up (1966), de Michelangelo Antonioni, de película "pretenciosa" y enmascarada como "cine de alta calidad".

George Lucas, tratando de vengarse de ella, bautizó a uno de los villanos de Willow (1988) con el nombre de General Kael. Sin embargo, fue la única crítica norteamericana en exponer (y demostrar) el remoto origen francés de un filme tan norteamericano como Bonnie & Clyde, en el que Faye Dunaway, con su boina y sus poses de desenfado sexual, parecía un remedo de la Jeanne Moreau de Jules y Jim (Truffaut, 1961), que amaba a dos hombres.

Entre lo mucho que escribió Pauline Kael hay un pequeño ensayo recogido luego en su libro Kiss Kiss Bang Bang que resume lo que con un sentido un poco lúdico pudiera denominarse "la miseria del cine". Prueba ella que un alto por ciento de las películas realizadas a lo largo de más de cien años, sobre todo en los Estados Unidos, aunque parezcan referirse a temas históricos, políticos o de filosofía, hacen pasar a un segundo plano las ideas esenciales ante el imperativo de mostrar a seres físicamente perfectos que intercambian besos o balazos: "el desfile no tiene fin; todo, simplemente, continúa", escribió.

O lo que es lo mismo, la capacidad del cine comercial de impregnarle a cualquier historia la básica fascinación del entretenimiento mediante la reiteración de esos dos factores tan ancestrales como manipulados: el amor y la violencia.

 

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