Entre
los filmes que más interés han acaparado dentro de la muestra
internacional del 30 Festival del Nuevo Cine, se encuentran El
argentino y El guerrillero, centrados en el Che y
dirigidos por Steven Soderbergh. Ambas cintas se estrenarán el fin
de semana y una primera aproximación a esta ambiciosa historia con
más de cuatro horas de duración permitiría hablar de un acercamiento
respetuoso a tan legendaria figura, sin que por ello deje de estar
presente ––y sería difícil que así no fuera–– la polémica, tanto en
lo referido al tratamiento de ciertos contenidos históricos, como a
sus connotaciones estéticas.
Viendo El argentino y El guerrillero lo primero que
viene a la mente, sobre todo con relación a la primera entrega, es
el tipo de público que la enfrentará. Porque allí donde un
espectador, allende los mares y menos avezado en nuestra historia
puede encontrar verosimilitud y autenticidad, tanto en el desarrollo
de los personajes como en el desempeño de los actores, alguien que
ha crecido en estas tierras detecta el tono falso de algunas
recreaciones, o la imitación histriónica tratando de suplir una
verdadera complejidad de carácter.
Y cito dos ejemplos entre unos cuantos: la imagen de Camilo, no
obstante el enorme parecido del actor, está concebida en el guión de
manera tan esquemática que más bien pareciera un cómico de feria. El
Fidel que interpreta Demián Bechir, y al que no le han faltado
elogios, si bien atrapa gestos que pasaron a convertirse en un
muestrario iconográfico de los primeros años de la Revolución, no va
más allá del calco; le falta carisma y le falta profundidad.
A esta altura del devenir estético en que a muy pocos se les
ocurría exigir una fidelidad absoluta entre los hechos históricos y
la transposición artística de ellos, lo antes mencionado, sin
embargo, no deja de ser un riesgo en una cinta que transcurre por
los más fieles cauces del realismo y que en su primera parte
despliega un eficiente estilo de narración documental, en blanco y
negro y haciendo referencia a la visita efectuada por el Che a la
ONU y a la entrevista que le concediera a una periodista
norteamericana, todo lo cual se presta para exponer desde la
sagacidad de su pensamiento la convicción ideológica que lo poseía.
Una primera parte, filmada luego de la segunda, que a la manera
de una estructura lineal integra un suceder de hechos históricos
––el viaje en el Granma, la lucha en la Sierra, el tratamiento a los
traidores, las nuevas fuerzas que se incorporan, la batalla de Santa
Clara––, que se impone como una mera reconstrucción gráfica de algo
ya conocido. Y entre episodios de combates y personajes históricos
que no llegan a cuajar por su falta de profundidad en el guión, los
realizadores apenas logran acercarse a ese factor que en películas
de este tipo resulta determinante: la emoción.
Resalta entonces en El argentino una carencia de
dramaturgia y no precisamente porque se le evada en aras de
concretar lo "exacto" de los hechos, sino más bien porque a ratos el
director da la impresión de extraviarse entre tanta abundancia de
material y de personajes.
A Soderbergh y a Benicio del Toro, el actor que con eficacia
logra acercarnos a un héroe de carne y hueso y de elevada estatura
espiritual, habría que aplaudirles el riesgo de llevar a las
pantallas esta historia, teniendo en cuenta que el Che es uno de los
personajes más amados y al mismo tiempo odiados de la historia de la
humanidad, y no hace falta remarcar las diferencias ideológicas y
sociales de los que se encuentran en uno y otro bandos.
Tratar al hombre mito sin que la historia que cuentan se les
convierta en un mito más, ese ha sido sin duda el propósito de ambos
artistas y si se hablara de un saldo no vacilaría en afirmar que con
todo y sus defectos, estas dos películas resultan más positivas que
negativas en un entramado internacional en el cual la figura del Che
es objeto de las más disímiles manipulaciones.
Y ya se sabe lo que ha sido el Che en manos del Hollywood más
ramplón, lo que de ninguna manera debe interpretarse como un
consuelo de lo ahora admisible (el Che de Soderbergh) frente a los
bodrios antes realizados. Alguna vez la cinematografía cubana tendrá
que asumir su propio reto de contar estas historias con sus matices
más auténticos y no por ello libre de polémicas.
Si en la primera parte de esta extensa entrega que nos ocupa
resalta una pobre elaboración artística, en la segunda, El
guerrillero, se aprecia un Soderbergh crecido como narrador y en
el dominio de una densidad visual de mayor calibre. Y, sin embargo,
de nuevo sale a relucir para aquellos que conocen por el diario
del Che y otros documentos lo que fueron aquellos días en
Bolivia, la misma interrogante de por qué los realizadores
prefirieron resaltar algunos pasajes menos importantes por encima de
otros, o se cambian los nombres y actitudes de algunos de los
integrantes en la guerrilla.
Y llegado a este punto, el crítico dejó de teclear para
—convertido en periodista— tocar a las puertas del Centro de
Estudios Che Guevara, una entidad que desde los inicios del proyecto
de Soderbergh estuvo en contacto con el realizador y colocó en sus
manos los documentos más disímiles y la asesoría histórica que
necesitaba, tanto en lo teórico como en el terreno de los hechos. Un
arduo trabajo que, según cuenta la directiva del Centro, no puso
nunca en tela de juicio las lógicas transformaciones que pudieran
sufrir los hechos históricos en pantalla, pero —eso sí— velando
porque no se desvirtuara la esencia de los mismos.
De ahí que el Centro —que ayudó a corregir errores en los
primeros guiones y arrojó luces sobre no pocos aspectos confusos—,
tenga reparos e insatisfacciones ante la obra ya terminada, entre
ellos —y para mencionar uno solo— el ligero tratamiento que se le da
al personaje de Tania la guerrillera.
Aspectos todos a tener en cuenta para cuando dentro de unas horas
el Che de Soderbergh se muestre en las pantallas cubanas.