Otra película sobre cárceles, pero diferente, porque más allá de
ese mundo atroz, casi un subgénero a partir de muchos filmes y
seriales para la pequeña pantalla, lo que cuenta ahora es una
historia de maternidad tras las rejas, asumida con tal
identificación por parte del espectador, que no hay duda en cuanto a
la efectividad de su tratamiento artístico.
Leonera, quinto filme de Pablo Trapero que abrió el 30
Festival del Nuevo Cine Latinoamericano, lo eleva por encima de sus
anteriores entregas –-todas ellas permitiendo apreciar el paso
ascendente del artista–– y lo coloca en la vanguardia del proceso de
renovación que está teniendo lugar en la cinematografía argentina.
Es cierto que el director retoma el camino de los seres
marginales en una sociedad en la que gusta inspirarse, y que la
estructura de Leonera sea quizá la más clásica de todas sus
películas, pero sobresale en ella un férreo guión que tiene entre
sus propósitos llenar de vida, gradualmente y rechazando cualquier
impronta de "ser humano fabricado en una pieza", al personaje
central, Julia, una joven que tras un lance sangriento ––mantenido
con todo propósito en la confusión–– es conducida a la cárcel, ya en
estado de embarazo.
Y en la cárcel, entre rencillas, atrocidades y también muestras
de humanidad, Julia tendrá que criar a su hijo y el espectador
comprenderá que una de las virtudes de esta historia, enteramente de
ficción pero con ecos provenientes de la vida misma, es su capacidad
de trascender los marcos de un país y de un continente y de
conectarse en diferentes latitudes hasta con las sensibilidades más
aceradas.
La película se rodó en varias prisiones argentinas y en papeles
secundarios participan por igual actores no profesionales y antiguas
reclusas. Se sabe de los peligros que a veces acarrean estas
asociaciones. Pero el tono de representación que se logra se integra
perfectamente a una estética inquietante y empeñada en resultar
verosímil a toda costa, no importa que en los comienzos impere una
atmósfera de irrealidad, un no saber qué hay con sabor a mal sueño,
planeando tanto sobre la protagonista como sobre los espectadores.
Pero lo grande del filme es el proceso de maternidad y la
relación madre-hijo en un escenario impensable para ella. Momentos
emotivos para no revelar aquí en un drama de amor y de
espiritualidades que hacen estremecerse en sus asientos no solo a
aquellas que pasaron por un salón de parto. Esencial en el asunto
resultó que Trapero contara en el papel principal con su propia
esposa, Martina Gusman, en un excelente desempeño, y que la llegada
reciente de un hijo los alumbrara en el proceso creativo.
¿De nuevo la vieja historia, clásica del cine latinoamericano, de
la madre dándolo todo por un hijo?
Sí, pero en un altísimo nivel.