Del
más famoso encuentro de música techno del mundo, el Love
Parade de Berlín, a los célebres carnavales brasileños; de los
ambientes nocturnos de los clubes y las discotecas de Tokio, a la
arena de los festivales Creamfields, en Buenos Aires, y Sonar, en
Barcelona; de los laboratorios sonoros de Bristol o Manchester al
mestizaje de los barrios neoyorquinos, la textura de la música
electrónica ha venido incorporando cada vez más elementos de la
tradición del rock and roll, el jazz, el reggae
y la cultura hip hop para convertirse en uno de los lenguajes
más universales y creativos de estos tiempos.
Precisamente esa fue la conexión que inspiró a Dj Wichy, del
Vedado, a subir al escenario del teatro del Museo Nacional de Bellas
Artes. Lo hizo escoltado por Tony Rodríguez (pianista) Oliver Valdés
(batería), Carlos Millares (saxofonista), José Ángel (percusión),
Arema, Alfredo PL y Maykel Xtremo (voces).
Durante casi dos horas presentó las credenciales de una obra que
le ha servido de rampa de lanzamiento para asistir a conocidos
eventos, como los festivales organizados por el proyecto Rotilla
—que se realizan en diferentes puntos de la geografía insular con el
propósito de relacionar diversas ramas de la electrónica con las
artes visuales y performances— y que lo llevó hace algunos años a
integrar el grupo de Djs que pasearon la música electrónica por todo
el país, itinerario grabado en el documental Dancefloor
Caballeros.
En un concierto dedicado a la memoria del maestro Juan Blanco y
con el auspicio del Laboratorio Nacional de Música Electroacústica,
este artista, una de las figuras más interesantes de la escena
electrónica de la música cubana urbana, junto a DJ Joy, de Cuba o Dj
Dark, entre otras, ofreció al público un viaje a través de sus
emociones sonoras, empaquetadas en ritmos hipnóticos y burbujeantes
preñados de resonancias que, en esta ocasión, parecían tomar como
base inicial componentes del acid jazz, el latin house
y otros sonidos del groove electrónico.
En su ceremonia de iniciación en Bellas Artes, Wichy hurgó en la
fortaleza de su reserva genética para abrir, como diría Jim Morrison,
las puertas de la percepción hacia las profundidades de un mundo
propio habitado por las criaturas sonoras que se desplazan en el
universo de la electrónica y el jazz, y que estableció vasos
comunicantes con la herencia africana de la música cubana, creando
células rítmicas sensibles de englobar dentro de los fundamentos del
ethno techno.
La arquitectura del espectáculo, reforzada con fugaces redes de
imágenes que le tomaban el pulso a la naturaleza insondable de la
vida cotidiana, tuvo otros momentos reseñables con las
intervenciones del baterista Oliver Valdés, el percusionista José
Ángel, y una sensual chica que se aventuró a probar suerte en los
terrenos del trip hop.
Lo cierto es que este concierto no solo sirvió de tributo y
reactualización del legado de ese adelantado creador que fue Juan
Blanco, sino que, además, sacó a la superficie los atendibles
impulsos creativos y la vitalidad de un artista que, situado a la
vanguardia de los Djs cubanos, pone a latir a la música del patio al
compás del nuevo milenio.