El lector que soy ahora mismo hace hincapié en algunos pormenores
de Lo que me ha dado la noche que tal vez en otras
circunstancias resaltase de manera distinta (Quien recalca que toda
lectura es un acto provisional y relativo, se acoge a lo retórico de
la frase, pero con la esperanza de ser excusado). El cuaderno de la
Editorial Oriente —2007, ocho cuentos de Yunier Riquenes García— es
el resultado de algunos pensamientos en torno a la juventud, la
convivencia y el influjo de los ambientes de pueblo en eso
que, con cierta aceptación de lo ampuloso, llamaríamos el destino.
Incluso —y para ser un poco recalcitrante— cuando fuese el destino
lo que decretara el hábitat y las correspondencias.
Algunos comentaristas provisionales prefieren hablar de las
situaciones extremas para referirse al argumento de un libro
dado. Olvidan que lo raro —y lo difícil— en la ficción narrativa
puede ser lo contrario: cualquier aparente no suceder, cualquier
situación del centro del campo, puesto que (se supone) para
allegarse una mirada como —es un ejemplo— la de Nélida Piñón, se
requiere no solo de paciencia, sino de una percepción especial de lo
dramático, lo cáustico y lo peligroso. Acostumbrados, con razón o
sin ella, a las situaciones límite, es conveniente buscar la
eficacia de un narrador, digamos, en su lucidez para seleccionar.
Siguiendo ese patrón, en Lo que me ha dado la noche
despuntarían algunas piezas breves con las cuales Yunier Riquenes
prueba que sabe andar por el relato como un viejo contramaestre por
su goleta. No necesita apresurarse a contar, y tal vez gracias a
ello tensa la madeja del texto de una forma inesperada. Algo así
sucede con El mar y la montaña, cuento en el que se dosifican
a propósito los detalles, y de la gran disyuntiva que lo condiciona
todo emana, por suerte, una astuta incertidumbre. De modo similar
pudiera hablarse de Nadie escapa de la lluvia, en el cual lo
que va a desembocar en una reafirmación de principios boga antes en
una sucesión de escaramuzas presentes —me refiero al presente
del relato— y pasadas —pero es un pasado a un tiempo efímero y
tiránico, con esa densa privisionalidad de las elucubraciones
iniciadas una y otra vez. El molesto, casi ubicuo personaje de
Rafael resulta probablemente el mejor esbozado de este libro, aun
cuando su duración es fugaz.
Para probar que los cuentos más interesantes de Lo que me ha
dado la noche son aquellos en los que la acción se complica con
el absurdo y el atascamiento en ciertas ideas oscuras, me valgo
ahora de No me miren por dentro, otra pieza breve, otro caso
de esos en los que los personajes parecen intuir que de un momento a
otro perderán la lucidez, pero mientras dure esa alarmante víspera,
están obligados a relatar. En esos cotos de juicio un buen lector de
cuentos no tiene que esperar finales sorpresivos ni argumentos
inusitados.
Aun cuando la insistencia en el empleo de un narrador en primera
persona pudiera pretender una sensación de cercanía, de un inmediato
dar fe de las cosas, el veto a los otros tipos de narrador le atrae
a Lo que me ha dado la noche una reiteración que limita el
manejo del lenguaje a lo que solo algunos caracteres exigen. En A
dónde irán los caballos una interesante hipótesis sobre los
riesgos del alter ego, la inmadurez (a propósito o no) de ese
narrador nos escatima (tal vez se escatima a sí mismo) una
exposición más cuestionadora, mientras que en De veras el azul
los puntos de vista que se tratan de enfrentar son en realidad tan
cercanos que terminan por anular la expectativa. En una pieza así
parece más adecuada la negación de unos hechos con los otros, la
rectificación de unas ideas con las que inmediatamente harán su
entrada en escena.
Hay muchas razones para que un escritor nos presente un grupo de
textos como un todo: como libro. Suele hacerse incluso a sabiendas
de que el lector podrá dudar de ese todo, o lo entenderá a su
manera. Yunier Riquenes ha movido hacia este cuaderno algunas
historias —La llama en la boca, que encabezaba su libro
homónimo del 2004 es una de ellas—, pues intuyó que puestas entre
estas tendrían la capacidad de reforzar el sentido de infortunio que
las preside. No estoy seguro de que por el 2004 ya lo rondaran esos
ambientes un tanto paradójicos —la necesidad de la paradoja
matizando la necesidad de realismo— que ahora parecen zahumar las
acciones de sus personajes, pero es sobre todo gracias a esos
movimientos por muchas causas brumosos que me veo impulsado a
detenerme en Lo que me ha dado la noche.