Aniversario 50 de la Semana Sangrienta

Cuatro días sembrando muerte

Ronald Suárez Rivas

"¡Es un niño!", suplicó la madre. "¡Un niño que hace revolución!", le replicó el verdugo.

Con 16 años, Laíto fue el mártir más joven de la Semana Sangrienta.

En uno de los calabozos del Escuadrón 61 de la Guardia Rural, en Pinar del Río, Pedro Raúl Sánchez (Laíto), con la autoridad que le daba su espalda destrozada por las torturas, le exigía a los demás detenidos: "¡No hablen!"

Tenía 14 años de edad y estaba preso por participar en el levantamiento que la juventud pinareña llevó a cabo en apoyo al desembarco del Granma, aquel 30 de noviembre de 1956.

La estrecha vigilancia de los sicarios de la dictadura sería, a partir de esa fecha, una constante en su vida. A pesar de ello, Laíto supo arreglárselas para continuar la actividad revolucionaria, distribuir propaganda y recaudar provisiones para los alzados.

Después de participar en la Huelga del 9 de Abril, perdió su empleo en un tejar donde laboraba pese a su corta edad. Luego volvió a prisión, cuando intentaba incorporarse a una de las guerrillas que operaban en las montañas.

El 23 de octubre de 1958, tras una intensa persecución, la policía logró cercarlo. El mismo día de su 16 cumpleaños, Pedro Raúl Sánchez se convirtió en el mártir más joven de la que pasó a la historia como la Semana Sangrienta.

La tiranía descargaba contra la población civil su impotencia de no poder contener al Ejército Rebelde. A José Antonio, Enrique y Gilberto Barcón, nunca pudo probárseles vínculo alguno con el Movimiento 26 de Julio. Al filo del mediodía, en plena calle, mientras esperaban un taxi, los tres hermanos fueron golpeados salvajemente y montados a la fuerza en una patrulla. Los cuerpos masacrados aparecieron al día siguiente, en el kilómetro 11 de la carretera a Luis Lazo.

Pedro Hernández, Luis Cardoso, Patricio Páez y Martín González tenían algo en común: conocían al dedillo los trillos de la Sierra del Rosario y veían con buenos ojos la causa que se gestaba en aquellas lomas. Todos sabían de la guerrilla. Luis los había ayudado a salir de un cerco tendido por la Guardia Rural; Víctor, el primogénito de Patricio, estaba enrolado en ella; Pedro y Martín les habían "subido" ropa y comida. Pero ninguno era hombre de armas.

El 21 de octubre, tras varias jornadas de torturas, era evidente que de sus labios no escaparía ninguna información. Ni un solo nombre, ni un lugar. ¡Antes había que matarlos!

Sus restos fueron hallados después del triunfo de la Revolución en un sitio conocido por el Salto del Venado, en las montañas de San Cristóbal. Los cadáveres indicaban que permanecían atados de pies y manos cuando les dispararon.

Lázaro Acosta y Carlos Hidalgo, se habían formado en el fragor de la lucha clandestina. A pesar de sus 20 años, Carlos ostentaba los grados de teniente. Entre muchas acciones, Lázaro había colocado una bandera del 26 de Julio en lo alto de la torre de Radio Progreso, que ondeó durante todo un día a la vista del pueblo pinareño. Los dos pertenecían al Frente Guerrillero y habían bajado al llano a cumplir una misión, cuando Lázaro recibió por accidente un balazo en la pierna.

Una voz delatora condujo a las fieras hasta el lugar donde estaban ocultos. Justo Legón, estudiante de Medicina, quien había acudido a curar la herida, cayó junto a ellos. Era el 24 de octubre.

Once muertos sería el saldo final de aquellos cuatro trágicos días, cuando la tiranía intentó sembrar el terror en las calles de Pinar del Río.

 

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