Leído de otro modo: las recientes acciones rebeldes son un mentís
a los cantos de victoria del presidente norteamericano, George W.
Bush, en la llamada guerra global contra el terror, en la que se
embarcó tras los atentados del 11 de septiembre del 2001.
Pero no hay nada nuevo bajo el cielo luego de haber derrocado al
régimen talibán, que la propia Casa Blanca aupó como un paso para
tratar de controlar la región.
Se habla de la retirada paulatina de tropas de Iraq y el envío de
esas fuerzas al territorio afgano, algo que ya han estado haciendo
sobre la base de lo que afirman es una nueva estrategia, pero que no
es tal.
Y es porque a la táctica de tierra arrasada, con los graves daños
a la población civil y la débil infraestructura, se reitera que la
prioridad en la guerra contra el terrorismo pasa por la eliminación
de las bases insurgentes en la frontera afgano-paquistaní, con o sin
consentimiento de Islamabad.
Según el diario The New York Times, Bush autorizó en julio pasado
a su ejército y servicios secretos a lanzar ataques contra la
insurgencia en suelo de Paquistán, sin pedir permiso a las
autoridades de ese país.
La indiscriminada matanza de civiles ha hecho crecer aún más el
rechazo a los agresores y la indignación popular, a un punto tal que
el gobierno que EE.UU. impuso en Kabul se vio obligado a protestar
por la chapucería criminal, luego de haber pedido a sus protectores
el despliegue de más efectivos en sitios donde el talibán se ha
mostrado más activo.
Ocasionalmente, los medios manejados por Occidente citan las
bajas ocupantes, pero, en realidad, es ahora que trascienden cifras
que reflejan en parte el daño que la resistencia ha ocasionado a los
invasores. La reacción de los aspirantes a la presidencia de EE.UU.
coinciden en hablar un lenguaje duro y llaman a enviar tropas del
vecino Iraq a Afganistán, el campo de batalla que consideran
adecuado.
Nadie pregunta por qué más de 72 000 soldados estadounidenses,
sus aliados de la Organización del Tratado del Atlántico Norte y
otros siguen allí.
El poder destructivo de las armas quiere hacer olvidar que los
invasores extranjeros nada tienen que hacer en suelo afgano, luego
de haber utilizado la política de dividir para vencer y las pingües
ganancias de un narcotráfico que implanta anualmente récord de
producción.
Gran Bretaña vuelve a ser el principal sostén del Pentágono en
sus aventuras bélicas. Londres quiere hacer olvidar que el imperio
británico sufrió desastrosas pérdidas cuando invadió en el siglo XIX
a Afganistán y erigió un régimen títere en Kabul, al igual que
Washington.
Bush ignoró ese y otros hechos, así como siglos de experiencia,
mientras las propias fuerzas norteamericanas, como las británicas,
enseñan a cientos de miles de jóvenes a matar con eficacia, cuestión
que se revierte contra ellos.
El ejército de Estados Unidos, por ejemplo, suministró el
entrenamiento a Timothy McVeigh, condenado y ejecutado por su papel
en la explosión de Oklahoma (antes de los atentados del 11 de
septiembre del 2001).
Ese terrorista, como aquellos que le acompañaron, no necesitaron
de Afganistán, ni tampoco quienes volaron la estación de trenes de
Madrid, o los que atacaron el subterráneo de Londres.
El periodista William Pfaff cita a Roy Steward, jefe de la
Fundación Montaña Turquesa, en Kabul, cuando dice que Washington y
sus aliados occidentales deben aceptar que no tienen el poder, el
conocimiento y la legitimidad para cambiar esas sociedades.
Pero la ambición de apoderarse de las riquezas ajenas y de
controlar los caminos que conduzcan a ellas, hace que Estados Unidos
trate de imponer en esa nación centroasiática lo que llama sus
valores, con el uso de bombarderos B-52, tanques y fusiles,
incrementados a los siete años de comenzada la invasión.